Mira qué bonito_
Cuando era niño me parecíaN una exageración las expresiones de los adultos cuando veían un paisaje: “mira qué bonito”, “la naturaleza es sublime”, “¡Wow, que maravilla!”.
“Es una montaña y ya”, me decía silenciosamente a mí mismo, “¿por qué exageran tanto?”.
Lo que juzgaba, ahora entiendo, no es si el paisaje era sublime o no, sino que su expresión estuviera tan fuera de carácter. Se expresaban sobre la naturaleza como no lo hacían para ninguna otra cosa. Me parecía que ni ellos se lo creían y solo exageraban en voz alta para tal vez empezar a creérselo.
Yo hago lo mismo con mis hijas: “vean el atardecer”, “vean qué hermoso”. Repito lo mismo de siempre. Pero algo en mí ha cambiando en estos últimos dos años.
Despertar frente al mar, trabajar frente al mar, caminar al lado del mar, y escucharlo incesantemente, ha movido mi relación con el paisaje. Pasar de tener el privilegio de una vacación de dos o tres veces al año, a que el privilegio sea el notar el mar aun cuando lo tengo todo el tiempo frente a mí. Notar que el mar existe, que yo existo y que más que un adorno a la vista de mi ventana, más que una característica que le da plusvalía al metro cuadrado, el mar dice: “mira qué bonito”.
Nunca olvidaré el día que estaba en la casa de Pablo Neruda en Valparaíso y en un pequeño marco, sobre una pequeña mesa, junto a un gran ventanal que sobrevolaba el mar, aparecieron estas líneas:
El Océano Pacífico se salía del mapa. No había donde ponerlo. Era tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte.
Por eso lo dejaron frente a mi ventana.
Ya sé que en este momento puedo dejar de escribir. Y tú, lector, lectora, puedes dejar de leer. Porque como sucede con la poesía, no hay nada más que agregar.
Últimamente me encuentro buscando cualquier pretexto para ir a manejar a la Carretera Escénica y asomarme a las vistas de las pequeñas y grandes bahías de Acapulco. Manejo sobre la montaña y no puedo evitar sentirme como un viejo canoso que ha vivido frente al mar toda su vida, y que como trovador y bohemio, solo quiere sacar su guitarra y recitar versos de añoranza y nostalgia al viento y a su pasado.
Porque soy de la colonia Herradura en Huixquilucan, pero también soy del Mediterráneo, del Pacífico, del mar Egeo al que nunca he ido pero que también me pertenece y yo le pertenezco.
Este mar Egeo de tambores, conquistas y archipiélagos. Troya y Aquiles, el minotauro, mitad-hombre-mitad-toro que vivía en el gran laberinto de la isla más grande. Y la llegada por barco de vela a la gran Atenas, cuna de la civilización y la filosofía a la que le debo tanto, pero la que también me ha metido en varios inconvenientes existenciales. Este mar Egeo que ahora está plagado de balseros que salen de Siria que queiren entrar a Europa como refugiados, huyendo de la masacre, la tortura, la discriminación, la guerra sucia que nos ha caracterizado desde los tiempos Homéricos hasta los Putinianos. Este mar Egeo que ahora se metió en mi escrito, creo que es porque ando escuchando a Yanni que es originario de Kalamata, y porque mi gran amigo Nirdosh se baña en este mar todos los días. Y me hace pensar en mundos y realidades lejanas, que entran en conversación con la mitología actual con la que vivo mi presente.
Porque ocupar un pedazo de tierra frente al mar me ha transformado. El mar des-acelera los relojes. Re-perspectiviza las agendas. Replantea nuestros sueños y necesidades. A mí que llevaba toda mi vida en la gran urbe, este pedazo de tierra frente al mar me ha contagiado una sensación de suficiencia, de que la prisa es una construcción, de que puedo correr y correr, pero la velocidad siempre es relativa a las referencias que tengas a tu alrededor: tus amigos, tus compromisos, tus metas, el coche del vecino, el tráfico y las comidas familiares. Pero eso sí, ni siquiera en la playa la velocidad de mi internet es negociable.
Como la velocidad de esta mañana, en la que por algún cansancio acumulado me desperté a las nueve, hice ejercicio y me senté en mi escritorio a las 10:33 con cinco juntas por delante. Y que, al escribir en mi diario y voltear a ver el mar de mis lamentos, éste me invitó a re-calibrar la prisa con la que llegué a mi silla, y con un profundo respiro y agradecimiento me senté a escribir estas líneas de regalo para mí. Y como siempre me sucede, cada palabra que se va plasmando en la pantalla va acompañada de la duda existencial: “¿para qué escribes?”, y al mismo tiempo, en el mismo respiro en donde dudo, tengo la certeza de que esto es lo único que tengo que estar haciendo.
Celebrar mi vida, celebrar que tengo un teclado frente al mar y millones de poemas que quiero emular, para devolverle al mar la dicha que me ha traído cada vez que abraza y copula con el sol que también se posa frente a mi ventana. Y que yo, cuando tengo la causalidad de estar atento, quiero aventar mi teléfono y mi teclado al mar, porque ni las fotos, ni las palabras que les capturo, lo pueden terminar de decir. Y porque tal vez también, a lo que pasa por mi teléfono y mis pantallas y mis preocupaciones les vendría bien un clavado al mar.
Vivir frente al mar significa ver el horizonte de tu vida todos los días. Ver tu finitud, ver tu contingencia, y contrastarlas con tus proyectos, tu trabajo, tu cuenta bancaria, tu relación con tu esposa, con tus padres, con tus muertos. Y sentirnos a todos desamparados y cobijados, en duda y en certeza por el oleaje tranquilo y perenne de las fibras acuáticas y solares con las que se ha construido la vida.
Porque un jueves cualquiera querido Victor, querido yo, aunque te estés muriendo de hambre y haya miles de cosas por hacer, puedes pedir que no te sirvan el desayuno aún, que el primer zoom espere un poco más, porque no quieres dejar de escribir esto que te hace sentir tan vivo, agradecido, presente y dichoso.
El Océano Pacífico se salía del mapa. No había donde ponerlo. Era tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte.
Por eso lo dejaron frente a mi ventana.
Camino en las tardes por la playa y veo a los pescadores que tienen su oficina en el mismo lugar que yo. Me pregunto dónde serán mis oficinas el próximo año, en 5, en 20. Pero al mar y al sol no les importa tanto como me importa a mí y a todos los que me preguntan cada vez que los veo: “¿qué van a hacer el próximo año?”. Tal vez a mí me empieza a dejar de importar y/o (los dos), me importa más que nunca.
Y aunque hay tardes que camino frente al mar trabajando, en llamadas, o planeando mi siguiente Masterclass, y hay días en los que mis niñas juegan en el mar y una parte de mí me dice “deja todo y ve”, mientras que otra me dice “no hasta que acabes este pendiente”, me doy cuenta que así será siempre mi vida. Como las tortugas bebés que si no caminan rápido se las come un pájaro, el pescador que si no lleva el pescado a casa se lo come otro pájaro, el consultor que tiene que contestar dieciséis emails, la mamá que tiene que llevar a sus hijos a la escuela, el doctor que quiere abrir su empresa, el trabajador que quiere renunciar a la suya. Mi vida siempre será esa danza entre la construcción de futuros y la soltura de una caminata en la playa, o la soltura de hacer un escrito sobre la playa que no sirve para nada, pero lo es todo.
Más que hablarme de escasez o de abundancia, más que hablarme de cantidades cuantificables, el mar me habla de suficiencia. A fuerza de estar tan cerca de él, me he sentido más merecedor. Y por lo tanto me siento más suficiente para mi vida. (Esta prisa que tenía al empezar a escribir hace 53 minutos era un condicionamiento de insuficiencia que me repito automáticamente cada mañana). Pero, y tal vez más profundo, el mar me hace ver que hay suficiente. Hay suficiente para todos. Aunque no puedo dejar de sentir culpa al decir esto, sabiendo que lo escribo desde una vida de mayor privilegio. Pero si los que estamos en privilegio no nos sentimos suficientes, y más aún, no sentimos que en el mundo hay suficiente, entonces ¿cómo podremos ser una energía de compartir, de crecer y de crear?
La empatía del que tiene no está en mostrar lo que no tiene para conectar con el otro que no tiene lo mismo, sino en mostrar y de celebrar lo que sí tiene. No su iPhone ni su coche, no su cuerpo tampoco, sino lo que sí tiene, que es nada más y nada menos que el saberse suficiente. Porque me quiero compartir desde ahí. Con el peligro de ser juzgado desde los lentes de mis lectores, con miedo de decir que escribo esto en shorts y chanclas, y que de que lo lea la gente en mi oficina y mis clientes, quiero compartir mi suficiencia. Y decir, con calma, con respeto, con infinita humildad, a ti que estas en zapatos y camisa, o en pijama, o en jeans y playera, o en traje de baño, que tal vez, si percibes mi suficiencia de este momento, puedes percibir la tuya.
Estás leyendo esto y te está gustando. Pero también quieres que ya termine, porque hay otras cosas que tienes que atender. Y yo también.
Pero antes de irnos, antes de despedirnos, sonríeme por favor. Yo te estoy sonriendo con lágrimas en mis ojos, conectando contigo en este mar de prisas, en esta vida de necesidades, de tragedias, de miedos. Sonríeme y sonríete. Y sonríele al mundo que nos tiene vivos, nos dio el lenguaje, nos dio el internet, nos dio el pescado del pescador, el poema del poeta. Sonríele al amanecer y al atardecer del sol, que en sus 24 horas pasa por distintas y sutiles tonalidades, como lo hacemos nosotros. Sonríe a tu paisaje de este momento, porque eso que vemos nos ha concedido la vida y nos ha sostenido y nos ha permitido llegar a este tiempo.
Sonríe a tu agenda, sonríe a tus pendientes, sonríe a tu vida. Esta es.
Mira qué bonito.