Mi microbioma en Constantinopla

El Cuerno de Oro es un pequeño estuario (la desembocadura de un río en el mar) situado justo al inicio delestrecho del Bósforo. Una extensión de agua que comunica el mar de Mármara con el mar Negro en Turquía, en el límite oriental del continente europeo.

 
 

Hace más de 500 años, el 29 de mayo de 1453, el ejército otomano liderado por el Sultán Mehmet conquistó Constantinopla, la entonces capital del Imperio Romano Oriental. Con esta conquista terminó la Edad Media.

El Cuerno de Oro, que forma un puerto natural espectacular, protegió a los griegos, romanos y bizantinos durante miles de años. Porque además de contar con una muralla, a la entrada del cuerno, había una gran cadena para impedir el paso de los barcos indeseados. De esta forma la ciudad era impenetrable.

Mehmet tenía más de 100,000 soldados en cientos de embarcaciones listos para lanzarse en contra de la ciudad de Constantino, pero la cadena bloqueaba su paso. Y entonces Mehmet hizo algo difícilmente comparable en los anales de la historia. Con todo sigilo, mandó traer numerosas maderas y troncos que convirtieron en trineos para sujetar, como un dique seco movible, las embarcaciones sacadas del mar. Al mismo tiempo, miles de obreros allanaron el sendero que permitía subir  y bajar el cerro de Galata y, para que el enemigo no se diera cuenta, el sultán ordenó un tremendo cañoneo sin sentido que no tenía más objeto que desviar la atención y ocultar el viaje de las naves sobre valles y montes, para pasar de unas aguas a otras.

Mientras los enemigos estaban ocupados y sólo esperaban un ataque desde tierra, se pusieron en movimiento los rodillos de madera, abundantemente untados de aceite y grasa, y sobre ellos se transportó un barco tras otro sobre la montaña. Durante la noche que velaba toda visión, se logró esa peregrinación milagrosa. Silencioso como todo lo grande, premeditado como todo lo prudente, se realizó el milagro: una flota entera viajó sobre la montaña, posicionándose en una noche dentro de las aguas del Cuerno de Oro.

A la mañana siguiente, los ciudadanos detrás de las murallas creyeron soñar o más bien, estar dentro de una pesadilla: una flota enemiga navegaba como traída por fantasmas, lista para destruirlos y dar el golpe definitivo de la caída del Imperio Romano Oriental.

 

Sucede que voy a Estambul en unas pocas semanas.

Por la gracia de un voucher que tenía de Aeroméxico desde que inició la pandemia y la gracia del Buen Fin, pude utilizar mi crédito en la aerolínea para irme una semana a Europa. Me voy en Plus y regreso en Primera. Yo siempre decía que si me alcanzaba para irme en Premier no lo haría. Siempre preferiría alargar mi viaje. Pero esta vez tengo las dos. Me regalaron el pastel y además me lo puedo acabar solito. La abundancia fluye.

Pienso en Estambul y pienso en la historia de Mehmet el Conquistador, que conquistó la ciudad inconquistable. Mientras el mundo se sentía protegido por el paradigma de siempre, él lo brincó, literalmente, para hacer caminar barcos que nunca habían salido del agua.

Pienso en Estambul, un viaje que usualmente planearía con diez meses de anticipación, y coincide con mis ganas de usar este cierre de año para actualizar la Narrativa de mi vida. Porque ya no puedo ignorar las voces que vienen de la Agricultura Regenerativa, el Capitalismo Consciente, las voces indígenas, mi propia intuición, y lo que me dicen Zach Bush y Charles Eisenstein. Lo que me dicen también las guayabas salvajes que me comí al pie de un árbol en medio de la nada hace unos días. La primera fruta que recojo de un árbol que no pertenece a nadie.

Empiezo a sentir una sensación de interconexión que mis células conocen perfecto, pero de la que mi intelecto nunca ha estado tan consciente. Yo: un ser separado del otro. Yo: un ser separado de los árboles, de las bacterias, de los humanos negros o cafés, de las mujeres, de los delincuentes. No solo un individuo que se separa sino que también reduce al otro a un solo adjetivo. Otro=peligroso; árbol=bonito; bacteria=mala; negro=violador; café=pobre; mujer=atractiva; delincuente=malo.

Esta es la forma colonial de conocerme. La forma colonial de ser. Pero este paradigma está entrando en crisis. Esta manta que ha cubierto todo en mi cognición empieza a presentar porosidades. Empieza a sentir que realmente no hay separación y que eso es una leyenda que se ha hecho verdad a fuerza de repetirse. Sí, una forma conveniente de ver y controlar la vida (sobretodo si estás del lado privilegiado de la cosmovisión), pero arbitraria y violenta.

Muy fácil echar Lysol y Listerine para esterilizar las manijas de las puertas y la cavidad bucal. Pero las bacterias no se van a ninguna parte. Muy fácil ver de reojo a los policías que cuidan el fraccionamiento donde vivo, o a los jardineros, o al cuate de Telmex que viene a arreglar el internet cuando se cae la fibra óptica.

De alguna manera se nos ha hecho más fácil re-inscribirnos en la naturaleza vegetal y animal, que re-inscribirnos en la naturaleza social que somos. Más fácil y poético saber que nuestro cuerpo (y por lo tanto nuestra mente y alma) está compuesto más por bacterias y hongos que por células humanas, que saber que también somos los billones de personas que viven en el planeta. Los niños que tejieron mi camisa en Bangladesh, los agricultores que cosechan las espinacas y ni ellos mismos se las pueden comer, los granjeros de los rastros que hemos construido para comer la carne que nos hace fuertes, los billonarios que en este momento están en juntas para construir cohetes que nos llevarán a otros mundos.

Me anticipo caminando en el aeropuerto poniéndome el cubrebocas en la boca y en todo el cuerpo. Mi mente automática observa a los demás y los categoriza en menos de medio segundo: señora divorciada enojada con la vida; familia de inmigrantes que no tiene dinero ni modales en un aeropuerto; empresario exitoso pero infeliz porque no deja de tener que seguirse probando con todo el mundo; azafata inútil que no tomó los cursos de capacitación de su aerolínea; presidente pendejo que sobrecargó el aeropuerto y ahora es un puto caos.

Así es esta mente mía de la que estoy paradójicamente orgulloso.
Aunque paradójicamente también, no tengo problemas en reducir el mundo de afuera a unos pocos juicios, al mismo tiempo que quiero que el mundo me entienda en toda la expresión de mi complejidad.  

Soy un ecosistema que viajará a otro ecosistema. Me subo a un avión y aterrizo en una ciudad tan rica de historia, de culinaria, de mística, de mercados de especias, de turcos bigotones a los que no les entiendo ni una palabra, que lo último que pienso es que mi microbioma estará de viaje en Constantinopla. Mi microbioma llamó a Aeroméxico, el microbioma de Constantino (juro que así se llamaba el que me atendió en el 5133-4000) que emitió mi boleto, el microbioma de la página web del gobierno de Turquía que emitió mi visa temporal, el microbioma del guía que nos llevará a pasear por la ciudad. Ecosistemas colisionando con ecosistemas. Un solo ecosistema.

Ese ecosistema mío, o “yo” como le he llamado por tres décadas, está cobrando nuevas consciencias. Se está preguntando cómo dejar de ser un “consumidor” y saberse más un co-creador; seguir usando dinero, pero no ser un extractor de riqueza; trabajar para la empatía y la justicia, pero no “salvar” o “ayudar” a nadie. No ser empresario, padre, ciudadano. Ser alquemista.
Ser un viajante que cruza fronteras pero que nunca se aleja de casa.

A eso quiero regresar a casa. A dejar de pensar que tengo que hacer un negocio. O pelearme con el sistema. Cualquier sistema: el económico, el político, el social, el facebookiano, el vial, el doméstico.

Quiero vivir de forma regenerativa, de hecho, ya vivo de forma regenerativa. De lo contrario no se me permitiría estar aquí. Así que, realmente lo que quiero es vivir con mayor atención en ver todas las formas en las que mi vida, y la vida en general, es posible gracias a que es regenerativa. 

Des-colonizar la mente, el cuerpo, el espíritu. Liberar al ser indígena que soy. El que come guayabas y las comparte. El que agradece cada vez que sus dientes y bacterias trituran y metabolizan su delicioso perfume y vitaminas.

El que ya no quiere pelear. O más bien, el que se da cuenta de la futilidad de la pelea: ¿Contra qué me estoy peleando, realmente?

Buckminister Fuller decía que no cambiamos las cosas al pelear contra la realidad existente, sino al construir un modelo alterno que hace obsoleto al sistema actual.

Eso quiero decirme. Eso quiero vivir. Eso estoy viviendo. No tengo que jugar con las reglas de la mente colonizada y colonizadora. Puedo crearme mis propias reglas y jugar otro juego. Subir los barcos a la montaña y jugar otro juego. Que amanezcan del otro lado de la península y conquisten la ciudad amurallada.

Aunque en ese momento ya no le llamaré Conquista. Tendré que inventarme otra palabra. 

Victor Saadia5 Comments