El tamaño del pene_
Tengo ganas de contar lo que sucedió cuando me invitaron a un sauna con otros dos hombres, uno de ellos declarado homosexual.
Estaba en un pequeño pueblo de esquí en los Alpes Suizos donde todos los lodges tienen saunas para recibir a los esquiadores que llegan congelados de las montañas. Estudiaba en una universidad que tiene su sede ahí y que funciona de forma singular: nos reunimos una vez al año para escuchar a profesores y colegas en temas de Pensamiento Crítico, Arte y Filosofía.
Antes había estudiado en Nueva York con compañeros queer y liminales (que viven en los límites de algún estilo de vida normativo), como Leslie, que era una ambientalista acérrima y no utilizaba ningún producto desechable: siempre llevaba el mismo plato, tenedor y termo, y nunca utilizaba plásticos ni servilletas. También tomé un par de clases con los no tan famosos pero muy numerosos freegans que hay en Nueva York. Que son personas con casa y trabajo, pero que no compran nada del sistema capitalista porque todo lo encuentran en los basureros de la ciudad: comida en perfecto estado, muebles, electrodomésticos. No solo tienen una sólida filosofía para describir y explicar sus comportamientos críticos al sistema, sino que también han desarrollado su propia comunidad y prácticas de intercambio: aquel que encontró diez pollos rostizados perfectamente empacados y limpios en uno de los basureros de Whole Foods, puede muy fácilmente cambiar nueve de ellos por otros alimentos para su refrigerador de la semana.
Mi esposa y yo estábamos muy escépticos de que hubiera cientos de personas que así vivían, pero el escepticismo terminó cuando a las 9:01 pm de un martes cualquiera el encargado de uno de los miles de Dunkin Donuts de la ciudad, cerró el local y sacó tres bolsas de basura para ponerlas en la calle. Una pequeña patadita a cada bolsa fue suficiente para identificar la ganadora con docenas de bagels aún calientes y que no se habían vendido antes de cerrar el establecimiento a las 9:00 pm.
Pero la historia no es de Nueva York, ni la crítica es al sistema capitalista, aunque tal vez sí. Porque el sistema capitalista, gracias a sus sistemas normativos, es el mismo que de alguna manera ha estructurado las jerarquías de género, los roles de cada uno de ellos, y las vergüenzas y miedos con los que la mayoría de nosotros crecemos: el rol de la mujer, del hombre, cómo se tienen que ver, vestir, pensar, pesar. Quiénes son los que tienen que ser fuertes, proveedores, cuidadores, sabelotodo, conquistadores, viriles, heterosexuales, exitosos, y quienes tienen que ser delicadas, serenas, discretas, sumisas. A qué trabajos deben de ir, con qué personas no deben de juntarse, con quién casarse, con quién tener o no tener relaciones sexuales.
En mi caso, crecí en un lugar donde el tamaño del pene era una discusión de pocas palabras, aunque constante entre los niños de 11 y 14 años de edad. Cada uno de nosotros nos volvíamos conscientes de ese tamaño y cada uno aprendió o desarrolló su propia forma para sacar o evitar el tema, y para mostrar o esconder sus genitales cuando las oportunidades se daban en los baños de la escuela o en los campamentos con regaderas compartidas. (Había mucha presión para entrar al grupo de los que ya eyaculaban y una vez ahí, se hacían competencias de quien podía eyacular más lejos).
Yo crecí en un tipo de gueto donde la homosexualidad casi no se veía (ni se diga el lesbianismo o la transexualidad) y en una comunidad sin diversidad racial, socioeconómica ni religiosa. Las muy pequeñas diferencias en el tamaño del pene, a quién habías vencido en la pelea de la semana, la marca de tus jeans, el coche de tu papá, o el tamaño de tu fiesta de cumpleaños (y si en tu tardeada servían o no alcohol), era la forma de señalizar y aceptar tu posición en las jerarquías sociales de la infancia y adolescencia.
Tal vez por eso me sorprendí en Suiza, cuando 15 años después entré a la primera clase con Judith Butler (una de las filósofas más influyentes en la deconstrucción de género) y lo primero que preguntó para iniciar la ronda de presentación de cada uno fue el pronombre que queríamos que se usara cuando se refirieran a cada uno de nosotros (el, ella, elle o he, she, they). Además de sentirme sorprendido porque nunca me había sucedido, me sentí instintivamente ofendido: ¿cómo alguien cuestionaba si yo era hombre? Así que cuando llegó mi turno solo dije: “My name is Victor Saadia, I am from Mexico City and I am very excited to begin this course on Freud and War”)
Afortunadamente uno de mis compañeros, también de México, blanco y asumido heterosexual, pero un poco más versado en las discusiones sociales y filosóficas que se gestan desde hace más de 60 años, me explicó de qué trataban todos estos gestos performativos para poder transformar la cultura, el lenguaje, la percepción, y sí, los instintos, de aquellas mayorías que vivimos y morimos gracias a las jerarquizaciones totalizantes. Con una cognición colectiva que clasifica a la gente en uno de los polos de varios binarios: hombre/mujer, civilizado/primitivo, correcto/incorrecto, verdad/ilusión, rico/pobre, bueno/malo, etcétera. (Estos binarios y muchos más nos han servido siempre, no sólo para clasificar a las personas, sino también a los animales, los movimientos sociales, las tecnologías emergentes, las teorías económicas, y todo lo que la mente occidental considera como realidad).
Me dio pena aceptar que hasta esta primera experiencia de sorpresa y ofensa, no se me había ocurrido que mucha gente (que no cae en el lado correcto del binario) sufría en carne propia marginación, discriminación y soledad. O tal vez solo les falta un poco más de amplitud en el lenguaje para hacer más explícita su identidad.
Por supuesto que mi genealogía judía me recordaba incansablemente durante mi infancia que, como minoría, hemos sido heridos por milenarias fechorías, persecuciones y hasta genocidios. Pero, de alguna manera, la historia no era de victimización, sino de fuerza. Y afortunadamente había crecido yo tan protegido por mi círculo comunitario que, si alguna vez viví un insulto por ser judío, no se registró en mí como vergüenza o inferioridad. Al contrario, hasta había un aire de superioridad. (Tal vez esta narrativa interiorizada de superioridad es una de las razones por la que los judíos tienen estadísticamente más prominencia económica, académica y social que otras minorías). Y claro, por ser blanco de clase alta en un país donde esto inmediatamente te da respeto y ventajas, crecí aislado de que estas cosas te pasen y se entrometan bruscamente con la historia que te cuentas de ti mismo.
Pero la seguridad en mi propia historia se tambaleó cuando Blake nos invitó al sauna después del almuerzo y antes de las clases de la noche. Eso implicaba ir desnudos a un sauna de tres hombres donde uno era autodeclarado gay. Inventando una excusa automática de querer descansar o leer lo que me faltaba para la clase siguiente, decliné la invitación porque instintivamente no quería exponerme a la comparación automática del tamaño genital y también a la incomodidad, si no es que miedo, de que un homosexual lo fuera a ver y tal vez desear.
Porque, según la historia que yo tenía en la cabeza, la característica más definitoria de los hombres homosexuales era su deseo constante de sexo. Y mis lentes bifocales con los que llevo pensando toda la vida (y tal vez la fijación sexual freudiana que tenía tan presente por el curso con Butler) no me dejaba ver que la realidad es más amplia que un binario, y que no se trata tanto de exponerme a las miradas de los demás, sino a la mía. A mi propia inseguridad. A mi propia intolerancia a la incomodidad por los pequeños traumas no trabajados de mi infancia y adolescencia. Mi propio fastidio de ni siquiera arriesgarme a pensar lo que podría ser la atracción sexual por alguien que mi cognición (no solo mi familia, mi cultura o mi religión) no permite. Porque desde chico nadie te permite ir ahí. Como tampoco te permiten ir a muchos otros lugares en la imaginación sexual, pero que gracias a la ubicua pornografía y a que a nadie tenemos que contarle nuestras fantasías sexuales, no nos sentimos enjaulados hasta que tienes tres segundos para decidir si vas al sauna con alguien más.
No me arrepiento de no haber ido. Esa era la persona que yo era en ese momento. Y gracias a esa experiencia, y a muchas horas de estudio en pensamiento crítico y deconstructivo, a muchas horas de meditación para la auto-aceptación, gracias a que me siento bien en mi piel (aunque sé que es una piel cambiante), es que hoy sí aceptaría esa invitación. El instinto de comparación tal vez esté ahí, la tensión sexual siempre es inevitable, aun cuando estemos en un centro comercial, pero eso no significa que la riqueza de un espacio compartido, una exposición al “otro”, no pueda ser mucho más que un encuentro reducido a lo sexual. Que este encuentro, como cualquier otro que nos confronta con traumas, etiquetas y prejuicios, puede ser fuente de celebración de diversidad, de des-jerarquización y de enaltecimiento de la experiencia pluridimensional de la vida, de la cual todos somos no solo parte, sino producto. La otredad es magnificencia, decía Emmanuel Lévinas. La diversidad de muchas escalas es un privilegio a muchas escalas.
Porque, a eso es a lo que voy, el pensamiento feminista y trans no sólo apoya y empuja la emancipación de género -que en realidad no es mi bandera-, sino que también nos abre posibilidades para trabajar con la pluralidad en la Medicina, la Biología y las formas de Capitalismo, que es a lo que me he dedicado en los últmos años.
Nuestra ontología médica sigue construyendo reductivamente sus saberes, tecnologías, políticas, diagnósticos y pronósticos porque depende de los rígidos binarios de enfermo/sano, medicina correcta/incorrecta, alópata/alternativa separación mente/cuerpo, genética normal/anormal, válido/inválido, loco/cuerdo.
La enfermedad no es solo una realidad biologica que describen los médicos, sino que es también un sistema de reglas, convenciones, normas sociales y prácticas institucionales que producen performativamente al paciente que pretenden curar. La enfermedad no puede únicamente entenderse como una esencia o una verdad biológica, sino como una práctica discursiva-colectiva a través de la cual el paciente adquiere inteligibilidad social y roles predeterminados al llamarse a sí mismo “diabético” o “paciente con cáncer”. Estos binarios instintivos con los que hemos crecido nos han ayudado para generar la ciencia y la tecnología que nos tiene en un lugar formidable, pero también extremadamente frágil. Y en el que la generación de salud -y no solo el tratamiento de la enfermedad-, necesitará abrir estas posiciones anquilosadas hacia un abanico de más posibilidades que co-crean el bienestar del individuo, la sociedad y nuestra querida especie que está aún en su adolescencia preocupada por el tamaño de su pene.
En la medicina, en la salud pública, no hay soluciones one-size-fits-all como el sistema industrial-capitalista nos ha querido normalizar. No hay pacientes iguales, no hay soluciones estándar a los grandes problemas de salud como obesidad, diabetes y depresión. Estos no caben en reduccionismos a una sola polaridad de flojos/activos, glotones/inteligentes, desbalances/balances químicos.Tampoco pueden ser reducidas a enfermedades genéticas, desbalances biológicos o infecciones que vienen de afuera. Estas enfermedades son producidas por un entramado sistema complejo de interacción constante y retroactiva entre la química, la biología, la cultura, los sistemas de producción y distribución de alimentos y fármacos, la educación, el lenguaje, la publicidad, la seguridad pública y los intereses de poder y dinero de los gobiernos.
Los binarios del capitalismo también nos han hecho avanzar de maneras formidables y construir rascacielos tecnológicos, mediáticos y de transporte inimaginables hace unos siglos. Pero el binario de humano/no humano, el binario de hombre controlando la naturaleza, el binario de riqueza económica como único fin y pobreza como único enemigo, el binario de los derechos humanos por encima de los derechos de la tierra y otras especies, el binario de llamar “recursos” a todo lo que podemos explotar para nuestro beneficio (sea persona o tierra), nos está confrontando con que el adolescente con el pene más grande podría estar acercándose al suicidio. No necesariamente a que se quite su propia vida o que el planeta nos aniquile como especie, pero sí a un suicidio lento hacia la soledad, la marginación, la falta de significado, de salud, y a quedarnos sin personas y realidades diferentes a la nuestra. A que nuestro afán por dividir en polaridades y quedar hasta arriba de las jerarquías que nosotros mismos hemos construido, nos deje solos, solos, solos. Y la soledad de un paciente, o debería decir, la separación de un paciente de sí mismo, de su prójimo, familia, de su planeta, es una de las principales fuentes de las patologías biológicas, económicas, sociales, espirituales y ambientales.
Celebremos pues las centimétricas diferencias entre nuestros penes, es todo lo que jamás podremos soñar para poder crear una nueva cognición planetaria de interdependencia y re-generación.
Atrevámonos a ir con otras personas al sauna. Atrevámonos a vernos en el espejo de nuestro pasado, de nuestros condicionamientos cognitivos de separación, de superioridad, de control.
La salud de un paciente es la salud de la sociedad, la salud de la sociedad es la salud del planeta, y la salud del planeta es la salud del paciente. Pasemos entonces de matrices cuadriculares y cuadriculantes, a los círculos y espirales de espejos, colaboración, inclusión, diversidad y empatía. Permitamos y celebremos la individualidad, la auto-determinación y la independencia, para que podamos salir de las dependencias y codependencias, y continuar entrando en la salud sistémica de la interdependencia.
Celebremos actos como este de sanación a los ojos de los demás. Porque los nuevos sistemas no se crean con nuevos libros, cursos académicos y políticas públicas coercitivas nada más, sino desde la experiencia de conexión y la experiencia de complicidad al tener una infancia común. De saber, sentir y celebrar constantemente esta individualidad, así como nuestra inseparabilidad. De sentirnos más y más felices con lo que vemos en nuestro espejo individual cuando estamos desnudos, así como con la unidad que somos todes.