Carta al Hijo_

Hace unas semanas leí una carta de un padre a su hijo que me hizo llorar. También me hizo reflexionar sobre las cartas de los padres a los hijos y el cómo son cartas que todos queremos escribir y que por varias razones usualmente no lo hacemos.
Las cartas a los hijos nos intimidan, nos asustan. Nos confrontan con la idea de que no tenemos la autoridad, sabiduría o que no podemos permitirnos la presunción de poder dejarles algo de valor y que, al estar escritas, siempre podrán ser evaluadas (o juzgadas) por nuestros hijos o cualquier persona que las llegue a leer.

Y aún, las cartas a los hijos son tal vez las actividades de mayor fuerza, energía y esperanza que podamos dejar en este mundo. Son cartas locales -con vocabularios y chistes internos- pero que siempre hablan a la universalidad; Son cartas cortas, siempre reflejando el momento en el que se escriben -la persona que se es en ese momento-, y aún, son también señalizaciones de cambio y transformación hacia otro lugar al que se quiere llegar; Son cartas escasas -poca gente escribe muchas de ellas en su vida-, y aún, son tesoros gigantescos que siguen hablando y creando significados y emociones a lo largo de la vida de las personas que las releen, o que se acuerdan — en cualquier momento de su vida — de tener alguna de ellas guardada en el cajón.

Piensa en las hermosas cartas que has leído de padres a hijos. Muchas son cartas en papel, pero muchas otras son cancionespoemas, a veces son también pinturas y películas. Tal vez todas las cosas que hacemos son cartas a nuestros hijos.

Algo que también me hace llorar de manera imparable es ver los videos de los soldados que regresan de la guerra y sorprenden a sus hijos. El miedo e incertidumbre de tener padres que pueden no volver, y el miedo de los padres de no volver a ver a sus hijos, es tal vez el drama más definitorio de lo que nos hace humanos. (Y claro, en el caso de estos videos, la paradoja humana más dramática de arriesgar la propia vida, y faltarle a nuestros hijos, buscando matar gente que también es hijo y padre de alguien más).

Por otra parte, cuando tenemos una enfermedad grave, la urgencia de escribir estas cartas se magnifica. Pero realmente no sé cuanta gente que está frente a una más probable muerte debido a su enfermedad, realmente se ponga a escribir esas cartas. No sé si mi amiga que pasó por un relapse de cáncer y se salvó les escribió una carta a sus hijos aún no nacidos en ese momento. Y no sé si mi otra amiga ya con hijos, y que también pasó por un relapse, y también se salvó, escribió esas cartas y si algún día se leerán o no.

El punto que quiero enfatizar es que la carta al hijo siempre refleja un aquí y un ahora, y al ser un aquí y un ahora tan intenso, ese aquí y ahora es infinito también. El segundo punto que quiero hacer, o más bien la terapia que quiero darme, es quitarme el miedo de escribir cartas al hijo. Cualquier jueves en la tarde es el mejor momento para hacerlo. Tal vez una carta cualquiera, en un día cualquiera, carga aún más poder que las cartas que pasamos años planeado y cuando no las escribimos a tiempo y por fin se expresan en papel o en la pantalla, quizá el momento perfecto pudo haber pasado, o simplemente se quedan en el limbo de no haber aceptado nuestro yo del momento para aquello que queríamos transmitir. Las cartas, así como el arte, siempre serán aproximaciones de lo que quisiéramos decir o expresar. El valor de la carta no está en su poder poético, ni en la cantidad de gente que la lee, tampoco está en si esa carta transformó o ayudó al hijo; sino en la fuerza de la intención y el amor con la que un padre o una madre quiere comunicarse con sus hijos. Y que, inevitablemente, nos quedamos siempre con un cierto grado de insatisfacción al no poder terminar de expresar, por ningún medio, cuanto los quieres.

Por eso, como decía Sabines, “No hay mejor adiós que el de a todas las cosas en todo momento”, aquí aplica igual: “No hay mejor “te quiero” que el expresado a través de todas las palabras y acciones que realizamos todos los días”. Los hijos no sólo son testigos de lo que somos sus padres, no sólo nos recuerdan la trascendencia que tiene cada cosa que hacemos; sino que, sin saberlo, reciben consciente e inconscientemente las diversas formas de ser (y sentirse a) uno mismo como habitante de este mundo. Aquello que nos vean sentir -aquello que nos sientan sentir-, es una posibilidad que moldea no sólo su expectativa para la vida, sino su propia subjetividad y las formas en las que se puede experimentar la realidad: La forma que se siente ser uno mismo.

Las cartas a los hijos deben de ser muchas porque esto nos recuerda, a ellos y a nosotros, que siempre somos cambio. Si sólo pensamos que podemos escribir pocas cartas en la vida a nuestros hijos, o una sola que valga para toda la vida, limitamos esa subjetividad de que, a lo largo de nuestra duración en este plano, cada uno de nosotros, somos muchos diferentes padres, así como nuestro mismo hijo es muchos hijos también. Es como cuando mis hijas me ven a mí gritar, o hablarle mal a su mamá, o cuando reacciono desde el miedo o la escasez, ese también es uno de los muchos Victor que soy y me da mucho gusto que mis hijos lo vean. Y me da mucho gusto también cuando leen estas cartas que les muestran que yo también me observo en esos momentos.

Otra razón por la que muchas personas no nos animamos a escribir la carta al hijo es que ésta siempre es una carta a uno mismo. Usamos al hijo de pretexto para desearle cosas a él o ella que tal vez quisiéramos para nosotros. Lo usamos tal vez para no tener que cargar con la completa responsabilidad de tener que auto-transformarnos y en vez de eso le deseamos al hijo -o le indicamos los pasos para- lograr o tener el producto de la transformación que deseamos para a nosotros mismos. Por eso, tal vez las mejores cartas a nuestros hijos son las cartas que explícitamente hablan de uno mismo todo el tiempo. Por más narcisista o auto-complaciente que esto parezca, prefiero que mi padre me hable de sí mismo, a leer una carta en la que él deposite en mí sus esperanzas, creencias y paradigmas del mundo. No es que no los quiera conocer, pero la carta es un gran vehículo para que, como siempre, el texto se quede entre el que lo escribe y el papel, y no, entre el papel y aquel que lo lee.

Habiendo dicho esto ¿Qué tengo que escribirles a mis hijas un jueves cualquiera por la tarde?

Gracias.

Realmente todo cabe ahí.

Aunque puedo ser más expansivo: Gracias por darme cada noche la posibilidad de contarles un cuento (más cartas de hijos a padres). Me siento el más afortunado cuando no les importa de que se va a tratar mientras sea largo. Me encanta escuchar y cantar el mantra, y aprendernos poco a poco el rezo inmortal de San Francisco de Asís.

Gracias por dormirse en mi cuarto porque cuando me toca regresarlas a su cama una vez que están dormidas, puedo cargarlas, y en los cortos 10 pasos que separan mi cama de la suya voy susurrando al oído todo lo que las amo, lo afortunado que me siento por tener la fuerza de cargarlas a su cama, y lo afortunado que me siento por ir sintiendo como día a día se vuelven más pesadas, más grandes, acercándose lenta pero inevitablemente al punto en el que ya no podré cargarlas -ni habrá contexto para ello- y algún día ustedes son las que estarán en posición de cargarme a mí, de llevarme a mi cama a descansar.

Y claro, éste es otro de los miedos en las cartas al hijo. Son también cartas a la muerte. O más bien, cartas a la mortalidad. A la finitud. A la infinita impotencia, pero también infinita potencia de saber que no llegamos a este mundo por nuestra propia voluntad y no podremos irnos tampoco con base a ella. Bendecir al hijo es bendecir la muerte. Y bendecir la muerte es bendecir la vida.

Gracias hijas mías -y perdonen que tenga tres destinatarios para esta carta, pero la carta sería diferente o tal vez imposible si no fueran ustedes tres mis hijas- por ser las habilitadoras de mi intento de verme en el espejo. Por ayudar a atreverme a ver y sentir el abismo de la vida. Por ser como millones de padres que vemos a nuestros hijos durmiendo y en ese mismo momento se nos llena la cabeza de todas las catástrofes que les pueden suceder.

Gracias por hacerme sentir eso, por saber que sería un loco si no tuviera esos miedos y que sería aún más loco si creyera que podré mitigarlos. Gracias por permitirme entregarme a esos miedos y amar desde esa posición de completa rendición donde soy beneficiario y merecedor de la mayor dicha existente y que al mismo tiempo puedo hacer poco para controlarla. Gracias por permitirme sentir el amor que vive dentro de la paradoja del apego infinito, y, al mismo tiempo, en la soledad e impotencia total.

Como lo puse en el nuevo libro — y que decididamente he dedicado a ustedes tres por haberlo hecho posible-: “Las mejores cosas de la vida están siempre muy cerca, aunque frecuentemente no tenemos la valentía para apreciarlas, porque esas cosas son infinitamente finitas y frágiles.” Gracias por ayudarme a asumir y agradecer el peso de la oscuridad, que es el mismo que el peso de la luz.

En estos días están naciendo algunos bebés muy cercanos a nosotros y estas reflexiones han rondado sin parar en las cabezas de sus padres. Mis hermanos Isaac, Jacobo y Alejandro que se convertirán en padres a edades más avanzadas que la mía, han jugado con estas reflexiones a un nivel de profundidad y transparencia de las que yo era incapaz cuando me embaracé por primera vez. Lo digo porque con ellos aprendí que las reflexiones existenciales pueden existir sin tener que ser padres de carne y hueso sino solo contemplando mental y emocionalmente esa posibilidad. La carta al hijo existe cuando nos sabemos padres potenciales, y en ese momento ya nada vuelve a ser como antes. Tan solo contemplar la posibilidad de ser padres nos hace padres.

Hace unos días tuvimos el privilegio de estar en una misma mesa con 4 de sus 5 bisabuelos y nos tomamos una foto. ¿Cuántos de nosotros, al estar sonriendo a la cámara, estábamos pensando que tal vez era la última foto así? Aunque, si se ve con más a profundidad, cada foto, cada comida, es la última vez que estamos así y que el mundo esta así. De hecho, Marión, ya sea por copiarle a la persona que tomó la foto o por percibir el susto y trascendencia de las fotografías, se escondió debajo de la mesa a la hora de la foto. “No te escondas mi güera. Cada foto y cada carta es nuestra oportunidad para estar completamente aquí”.

Aunque, ¿sabes?, yo también a veces me escondo. Me escondo de algunas convenciones sociales del rol de padre que debo/puedo jugar. Como llego a bromear con su mamá, yo soy padre al 27%. Por que de todas las tareas que tocan en la casa yo solo hago el 27%, cuando ella hace muchas más y cuando ella no tiene ni la opción de decidir de otra forma. Desde que el Dr. Martínez mi pediatra me sacó del vientre de mi mamá y anunció al mundo que yo era niño, el mundo asignó los roles que como niño, hombre y luego padre yo iba a jugar en la organización familiar. Y, a veces -el 73% de las veces para ser exacto- me escondo en ese rol asignado por el sistema y que espero, poco a poco equilibrar. No (solamente) para ser más justo con su madre sino porque estar con ustedes es el mayor regalo que puedo permitirme re-clamar.

La paternidad es una de las formas más viscerales de percibir el paso del tiempo. Nos hace conscientes de su velocidad, de su terquedad, de su aparente uni-direccionalidad. Ser padre de hijos pequeños (aunque todos los padres son padres de hijos pequeños sin importar la edad), nos invita a percibir que el tiempo no siempre es rápido, no siempre es intransigente, no siempre es una línea recta, sino también un circulo y un espiral.

Hay dos poemas cortos que no referenciaré en hipervínculos y que pondré aquí. Porque, un jueves en la tarde cualquiera, quiero dejar estos poemas que tanto me acompañan en la vida y que resumen (así como expanden) la sustancia de esta carta y de mi vida.

El primero es de Galaway Kinnell. Se llama “Prayer” y lo pongo en inglés porque así es como se escribió:

Whatever happens. Whatever
what is is is what
I want. Only that. But that.

Noten esos tres “is”es seguidos. Ahí esta el mundo entero.

El segundo es un haiku de Basho. Nos habla de la relatividad del tiempo. La vida pasa rápidamente y esa es justo la velocidad con la que queremos que pase.

How admirable,
to see lightning,
and not think life is fleeting

(inazuma ni satoranu hito no tattosa yo)

Inazuma ni satoranu hito tattosa yo, hijas mías. Inazuma ni satoranu hito tattosa yo.

Gracias por darme la certeza, que viene desde lo más profundo de mi ser, aunque no siempre estoy con este humor, de saber, que no cambiaría nada en mi vida. Nada.



Victor SaadiaComment