Un bar oscuro en Nueva York_

Nueva York es la ciudad donde vives cerca de los famosos. Artistas, empresarios, escritores, uno que otro deportista. Te sientas a lado de ellos en restaurantes (como cuando cené codo a codo con Woody Allen y meses después, en la misma mesa, con Robert de Niro, mientras Clive Owen esperaba su mesa parado junto a mí). Cruzas con ellos la calle, los ves saliendo de su casa para dar una vuelta en Central Park (como me tocó cruzarme con Sting, quien me penetró con su mirada azul por 0.8 segundos antes de subirse a la bici y desaparecer).

Mi restaurante favorito en Nueva York es también el preferido de muchos famosos, entre ellos Wes Anderson. De hecho, en este restaurante escribió Life Aquatic, junto con Noah Baumbach. La primera vez que lo vimos, mi esposa me jaló a saludarlo. No suelo pedir selfis ni autógrafos a nadie porque desde chico me da pena, además de que no quiero incomodar. Pero fuimos a su mesa, le agradecimos su trabajo, le dijimos lo mucho que ha significado en nuestras vidas, y sí, nos tomamos una foto. Lo mejor de todo fue que unos días después estaba yo sentado cenando con mi familia y él llegó a pedir mesa, y al verme, me saludó.

En los dos años que viví en esa ciudad me crucé con varios. David Gandy, Julianne Moore, Sarah Jessica Parker, la hermosa Keira Knightley. Fui a un pequeño bar a escuchar a Jeff Bridges en sus intentos de cantante country, me pasé toda una tarde viendo a Louis CK jugando pelota con su hija en Washington Square y así otros encuentros que no lo fueron pero que te hacen sentir especial.

Sin embargo, ninguno fue más surreal que cuando vi a Sophie Auster, la hija de Paul, dar un pequeño concierto en el Village. Paul Auster estaba sentado con su esposa, la madre de Sophie y también escritora Siri Hustdvedt, a menos de cuatro metros de distancia durante dos horas de función. Cuando me paré para ir al baño pasé junto Salman Rushdie, quien es amigo de la familia y estaba ahí disfrutando de una noche de humo, ruido y el no-tan-discreto anonimato de un pequeño bar subterráneo en Bleecker St.

Ni por un segundo se me ocurrió la descabellada idea de acercarme a hablar con él, decirle algo, o cruzar una mirada. A mis 28 años, Paul Auster no era una persona para mí. Era una idea, un concepto, un clima en el cual puedes habitar. Paul Auster es un nombre ficticio de alguien que escribe libros ficticios en los que de vez en cuando aparece él mismo y otras se contenta por poner su nombre en la portada y se retira de los mundos imposibles que inventa, y que, por lo mismo, terminan siendo los mundos más posibles.

Me gustaría decir que Paul Auster fue el que me enseñó a sentir, como dice la mujer engañada de Love Actually cuando se refiere a Joni Mitchel. Pero no, Paul Auster no me enseñó a sentir, sino que me mostró que la vida dentro de los libros y la vida fuera de ellos no tienen demasiada distinción. Tal vez no hay ninguna.

Uno no cree que escribe su vida cuando escribe sobre ella. Uno cree que escribe su vida con el trabajo que tiene, el nombre que aparece en su INE, el título académico, la medalla del maratón que corrió. Pero Paul me indicó que poner palabras en papel o pantalla es esencialmente lo mismo que ponerte los tenis para salir a entrenar en las mañanas creando al corredor que quieres ser cuando llegue el día de la carrera.

Entonces, ¿cómo iba a acercarme a hablar con él? ¿cómo iba a acercarme, si lo que estaba viviendo en Bleecker St era la historia que yo me estaba contando en mi cabeza? Entre la cerveza que seguramente me estaba tomando, la voz dulce y punzante de Sophie, sus labios rojos, su vestido escotado, y la feroz ligereza de una cantante que quiere ser humilde pero su adueñamiento del escenario es total, y aunque su música no me termina de hacer click, está llena de frases o acordes que hacen click constantemente.

Escuchar música en vivo en bares tiene un encanto especial. Realmente no escuchas la música, sino que se crea un espacio de intimidad con el vocalista que se atreve a que veas de cerca sus arrugas, su sudor, su torpeza al presentar la siguiente canción. Su agitación por tocar una canción por primera vez.
A mí me gustan los bares de los hoteles cuando hay bandas en vivo con vocalistas mujeres de más de 50 años, aunque nunca he ido a uno.

Y veo a Sophie y me acerco a besarla en medio de la canción, frente a sus padres, frente a los Versos Satánicos, frente a mi esposa sentada junto a mí, sin saber si quiero desnudarla en el escenario y besar su ombligo, o quiero desnudarme yo y besarla para poder besar su apellido.

Y mi cuento se interrumpe cuando Paul se levanta de su mesa a media canción y camina agresivamente hacia la barra detrás de nosotros para callar a dos hombres que hablan demasiado fuerte y no permiten disfrutar la música. O más bien, que a los ojos del papá protectivo, a su pequeña le están faltando al respeto. Me imagino lo que me haría a mí si escuchara mis pensamientos. 

Hacer el amor con Sophie en el escenario es hacer el amor con una idea, un concepto, un clima en el cual puedo habitar. Es afirmar al Victor de ficción-realidad que escribe sobre su vida de ficción-realidad, y que al mismo que fantasea vívidamente, escucha música, le da un sorbo a la Bud Light, ve de reojo a su esposa y ve de otro reojo a Paul Auster, se sabe presente y perdido en un mar de ficciones y realidades donde se siente a gusto y completamente extraño. Como sucede al estar inmersos en una novela, o en una película, o en los bares del Village de Nueva York, o en el hotel Gran Fiesta Americana de Puebla donde escribo estas líneas ocho años después frente a un plato de chilaquiles verdes.

Escribo sobre mi vida y escribo mi vida. Gracias Paul.  

Estoy feliz de no haberte saludado, de no haberte dicho quién, o qué soy. Feliz de no haberte dicho que he leído todos tus libros, de poderme contar esta historia donde ya no estoy seguro si te vi o te imaginé. Y si tú me viste y me imaginaste. Y me escribiste también.

Pero, sobre todo, estoy agradecido con los hombres ruidosos de la barra que te hicieron enojar. El enojo es la emoción que más prontamente atestigua el rompimiento que sentimos cuando algo de nuestra ficción no concuerda con la realidad, y luego, más profundamente, cuando nos cuesta aceptar que no hay diferencia entre estos dos mundos.

Me encanta pensar en ti enojándote y protegiendo a tu hija. Me encanta pensar que eres ficción-realidad, que tus personajes son ficción-realidad, que yo soy ficción-realidad, y que esta es la realidad.

 
 
 

*Este texto fue escrito en homenaje a Paul Auster quién recientemente sufrió un gran tragedia familiar en la que la realidad y la ficción son una y la misma cosa. Y las palabras siempre se quedarán cortas. Ni para mandar condolencias sirven de mucho.

Victor Saadia