Hombre Medicina
[a Nirdosh Kohra]
“Un agua mineral y un ceviche negro, por favor.”
“Que sean dos de esos” agrego yo un domingo por la tarde en la plaza de Coyoacán.
Estás cerrando tu taller de 3 días y coincide que yo también estoy en CDMX y me invitaste a tomarlo. No me esperaba que fuéramos a poder comer juntos. Usualmente nuestras agendas están llenas, aún los domingos, porque ninguno de los dos viene mucho a la ciudad.
Pero esta tarde parece robada del tiempo. No recuerdo haber venido a esta plaza tan llena de vida, música, vendedores de tapetes, cuadros, artesanías, elotes, relojes falsos. Por sus mariachis y extenso menú de comida mexicana, nos sentamos en este restaurante que parece más una tourist trap. Pero cualquier lugar está bien. Contigo me siento en casa aun cuando tengo mucha hambre o estoy cansado o ando revuelto en mis espirales de escasez.
Recuerdo cuando nos volvimos amigos, aunque tal vez tú ni te enteraste. Porque estábamos a más de 10,000 kilómetros de distancia y sólo nos habíamos visto presencialmente una vez por menos de una hora. Toda nuestra relación constaba de varios audios de más de 5 minutos en WhatsApp (en la época en la que aún no existía el 2x). Estaba yo en un hotel en Monterrey, era sábado por la mañana y tenía un mensaje tuyo que escuché mientras hacía popo. Me platicaste de tu separación de tu esposa, de cómo estabas confundido en medio de miles de emociones. Me volví tu amigo porque unilateralmente cruzaste la línea al contarme algo tan íntimo. Claro que nos habíamos compartido emociones, planes, estrategias para cambiar el mundo de la salud, pero ese mensaje me compartió tu vulnerabilidad existencial del momento. Y como siempre cuando formamos nexos profundos, todo empieza porque alguien toma ese paso al abrirse sin esperar nada de regreso.
No tengo claro cuando sucedió esto. Y aunque está grabado en mi celular y puedo ver la fecha y volverlo a escuchar, poco importa cuándo fue y cuánto se dijo. Bien podrías habérmelo mandado ayer por la noche, porque en la memoria poética de mi vida ese mensaje lleva décadas añejándose como el vino que nos gusta disfrutar juntos.
Milan Kundera dice que el amor comienza en el momento en que alguien inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética. Ese amor empezó para mi mientras defecaba en un WC en Monterrey. Así se inician muchas amistades en la era digital.
Muchos mensajes siguieron, compartimos algunos Lives de Instagram en los que más de 100 personas podían escuchar y estar presentes cuando nos conocíamos y creábamos nuestra relación. Esto es algo que nunca había hecho en mi vida y por supuesto que la energía de esas 100 personas está entretejida en los lazos de nuestra amistad. No solo como testigos y cómplices, sino como creadores de confianza para que dos personas se puedan ver a los ojos a 10,000 km de distancia, tratando de ser genuinos en la artificialidad y ambigüedad de una plataforma pública.
El primer Live que hicimos lo titulé de una forma nada humilde, tal vez hasta arrogante: “¿Quiénes tenemos que ser como humanidad para sobrevivir los siguientes 100 años?”. Entre que quieres hacer un click bait para que la gente entre y quieres sentirte apto para hablar de ese tema públicamente, nos lanzamos a criticar el sistema industrial-financiero-agricultural-farmacéutico-educativo-político que tiene a todas las especies del planeta en constantes movidas de jaque. Desde tu personalidad crítica y disidente del sistema que atrae tanta atención en Instagram, y desde mis ganas de explorar estos temas tan complejos, la conversación se estaba volviendo un poco culpabilizante, victimizante y polarizante. Yo tenía todo el guion preparado para exponer las prácticas monopólicas, las hipocresías políticas, las mentiras mediáticas y las manipulaciones publicitarias. Pero, en un momento instintivo de saber que mi discurso estaba siendo confrontativo y, por lo tanto, poco útil para crear el futuro que todo queremos ver, dije que solo hay una cosa que necesitamos cultivar para el futuro de la humanidad: el amor.
Yo no solía hablar de este tema en público, ni siquiera en privado, ni conmigo mismo. Mi forma de abarcar mi vida siempre ha sido mucho más racional e intelectual, pero la energía de las 100 personas (que a su vez son representantes de millones de vidas más) me hizo ver que con las mismas palabras y la misma racionalidad de siempre, tal vez sí vamos a sobrevivir los siguientes 100 años, pero no sé qué tanto a vivir. Si bien esa racionalidad no se va a ir a ningún lado, el amor (o la espiritualidad, o la conexión, o como sea que cada quien le quiera llamar) son las únicas fuerzas que podrán articular vitalmente nuestro futuro.
Gracias por permitirme salir del guion. Y por crear espacios para la conversación que todos queremos tener aun cuando estamos llenos de heridas, cinismos y callejones sin salida.
Recordé la anécdota que me contaste a medias de la única vez que diste resucitación cardiopulmonar a alguien. No fue a cualquier persona, sino a tu amigo el fundador del centro de meditación que ahora diriges en Grecia. No fue un día cualquiera, sino la fecha exacta de su cumpleaños 62. Y no fue en cualquier lugar, sino en medio de la pista de baile en la fiesta de cumpleaños que él se había organizado mientras la canción La Vida es un Carnaval sonaba a todo volumen en las bocinas del lugar. Todo esto mientras te dabas por vencido en el RCP que no fue efectivo. O tal vez, esa fue la efectividad que tenía que tener.
No conozco más detalles de ese suceso, pero queda claro que aun teniendo todo el contexto fisiológico de esa persona y el contexto en el cual esa fiesta fue organizada, la comprensión racional y lineal de esta experiencia nos rebasa. Por eso te agradezco que me hayas contado solo pocos detalles, pero sobretodo que pongas esa canción en los talleres que das para que todos bailemos a su ritmo. Y debo decir que, aunque me sé la canción de memoria, nunca me ha gustado, pero ahora ya no se trata de si me gusta o no, sino del recordatorio trascendental que me trae cada vez que la bailo o la tarareo. Y sobre todo cuando te veo bailar esa o cualquier otra canción, porque bailas como alguien que ya dejó la pena atrás, que baila suelto, con el alma, con la sonrisa en cada extremidad, con la certeza de que cada paso de baile es una apuesta para seguir imprimiendo amor en este suelo.
La segunda vez que te vi presencialmente venías a casa a quedarte unos días para que juntos diéramos nuestro retiro para profesionales de la salud. Te recogí en el aeropuerto, pero fue en casa cuando nos dimos el verdadero primer abrazo para el cual yo no estaba preparado. Porque abrazas con todo el cuerpo, sin prisa, no por convención social, sino por querer conectar con el lenguaje del cuerpo. Me imagino que así abrazan los árboles milenarios, que así abraza el mar, que así nos abraza la tierra cuando morimos o el viento cuando nos creman.
Y después del abrazo, aún menos preparado, me ves a los ojos. Yo no estoy acostumbrado a ver a los ojos sin desviar la mirada, sin pensar qué es lo que la otra persona ve, sin preguntarme ¿Cuándo va a dejar de verme? Tratando de calcular el tiempo preciso para salirme de esta incomodidad sin ser maleducado.
Me llama la atención cuando organizamos un curso o un proyecto y estamos por tomar una decisión y me dices, déjame sentirlo y te aviso mañana. No sé a dónde llevas estos cuestionamientos, pero invariablemente, a la mañana siguiente tengo un mensaje tuyo que explica la decisión tomada como si fuera la más natural, aun cuando ayer viéramos la situación completamente diferente.
Y me llama más la atención como el día de la comida en Coyoacán, entre bocado y bocado de ese ceviche negro, me contabas que habías hablado con tu exesposa acerca de los nuevos planes de vida. Habías hablado con ella hacía 5 días, pero con toda la organización del taller no te habías dado la oportunidad de sentir lo que eso representaba. Y entre tus palabras, el pepino en salsa negra que tragabas y cerrar los ojos para permitirte sentir, lloraste. Y me sentí como el personaje de Gabriel García Márquez en sus 100 Años de Soledad porque “sin que hubieras revelado que estabas llorando de amor, [él] reconoció de inmediato el llanto más antiguo de la historia del hombre”.
Gracias por llorar enfrente de mí. Gracias por llorar justo porque yo estaba contigo. Me recordó cuando yo le lloré a Dany mi amigo por teléfono con el mismo llanto más antiguo de la historia del hombre, y en ese momento Dany me dijo, “voy para allá” y manejó a 100 km/h por hora para venirme a abrazar. El amor comienza cuando alguien inscribe en tu corazón su primera palabra poética, pero se sella cuando lloramos en los brazos o en el teléfono del otro.
Cuando te cuento mis problemas o preocupaciones por zoom, solo me ves y suspiras. Recibes todo lo que te digo. No corres a resolver. A juzgar. Solo suspiras y me ves a los ojos para que yo pueda sentir lo que siento y tú lo sientas conmigo. Y no sé si por alquimia, o por respeto, o para no mostrarte mi debilidad, o porque me das valentía, o todas las anteriores, yo rompo el silencio con una sonrisa y te digo: “Estoy bien. Tengo mi confianza subyacente y sé que ésta es la vida y que todo se acomoda”. Y en un minuto paso de la desesperación, la vergüenza, el coraje, el enojo y el cansancio, a la esperanza, la fuerza, la aceptación y el amor para continuar.
Dirías tú que ésta transformación no viene de ti, sino de mí. Y tienes razón. Como todo el mundo, proyecto, o como dicen los psicólogos, transfiero mis emociones a la figura del maestro o guía que tengo enfrente. De hecho, esto lo empiezo a sentir con algunas personas con las que he compartido mis cursos y talleres, me transfieren lo que ellos ya son, creen que soy yo la llave o el iluminado, cuando en realidad son ellos mismos. Así que gracias por permitir mi transferencia y recordarme que si veo luz en tus ojos, es porque me estás viendo.
Sé que esto es hermoso al decirlo. Pero como dice otro filósofo, el corredor Eliud Kipchogue, “la verdad ya es hermosa, no importa quién la diga”. Gracias por simplemente recordar que ya vivimos en esta realidad hermosa y que no importa de quién vengan las palabras o las metodologías de sanación, o las obras de arte, para hacerlo evidente.
Por todas estas cosas y por muchas más, puedo decir que tú eres lo que yo llamo: Un Hombre Medicina.
Medicinales son tus palabras, medicinales los cultivos que haces en tu jardín, medicinales las co-creaciones que haces con tus pacientes. Medicinal es dejarse querer, abrazar y ver por ti y permitirme descansar en esta relación de larga y muy corta distancia.
Medicina será siempre para mí el ceviche negro: pescado blanco, limón, Maggi, inglesa, chile, jitomate, pepino, cebolla, sal y pimienta al gusto. Tenga este platillo o no frente a mí, mientras me acuerde de la Maggi y la inglesa, mientras saboree la textura primero chiclosa y luego más firme del pescado, mientras el jugo de limón me haga contraer mis papilas para saborear la infinitud de sutilezas que hay en esta vida, estaré sanando. Sonriendo. Celebrando.
La civilización avanza solitariamente hacia sus siguientes 100 años. Tengo la certeza de que mientras dos amigos puedan caminar juntos por las plazas de su ciudad, puedan escuchar música o bailar un carnaval, puedan compartir lágrimas mientras saborean el saberse espejos de aquello que se están comiendo, la civilización no solo sobrevivirá, sino que vivirá por estar haciendo lo único que venimos a hacer a esta vida.
Gracias Hombre Medicina. Un ceviche negro, por favor.