Víctor Saadia. Escritor.
Estas tres palabras nunca las he escrito juntas. Las he fantaseado miles de veces, pero escrito, jamás.
Por décadas pensé que para ser escritor había que sobrevivir el holocausto, ser piloto aviador, perder a tu padre, salvarte de una enfermedad, transicionar a otro género, escalar una gran montaña o al menos haber estudiado literatura.
Más fácil llamarme “empresario”, “consultor”, “speaker” (hazme el favor) o a lo mucho “profesor”. Pero “escritor” me quita legitimidad.
¿Quién va a querer trabajar con un escritor? ¿De qué va a ganar dinero? ¿Con qué cara puede contestar en una cena con desconocidos cuando le preguntan: “¿Y tú que haces?”
Mejor las respuestas de siempre.
Estoy en ventas. O, tengo una clínica. O, me estoy cambiando de trabajo. O, aún no sé a lo que me dedico.
¿Qué tal decir, “soy escritor” y quedarme viendo al interrogador directamente a los ojos?
Dejar que el silencio haga su trabajo.
Crear un espacio en donde mi identidad se forme más de adentro hacia afuera que de afuera hacia dentro.
Me da la impresión, también, de que cualquier identidad que se siente real, tiene un FUCK YOU integrado. Una mezcla de profunda honestidad con un Chinga Tu Madre.
Además, la identidad no es una etiqueta. Es un proceso. Como lo es la enfermedad.
Eres escritor porque escribes. Eres diabético porque diabetizas.
En el momento en que lo dejas de hacer, dejas de ser.
Me da la impresión también, que cualquier identidad que se siente real, tiene que hacerte sentir único. Por eso veo mis libros y me encanta saber que nadie los tiene apilados como yo. Aunque hay ocho billones de personas y trillones de combinaciones posibles, nadie tiene en la misma mesa el primer libro de Charles Eisenstein, Roland Barthes by Roland Barthes, La invención de la Soledad de Paul Auster, La Hora de la Estrella de Clarice Lispector, Las Pequeñas Memorias de Saramago y Maleza de Sari Camahi. Lo sé porque éste último no ha salido al público aún.
Me tranquiliza saber que soy un escritor único. Algo real en un mundo muy real.
Pero va más allá.
Escribir me hace estar vivo. Porque no solo escribo cuando escribo -como ahora-, sino que escribo cuando estoy en el baño, en la regadera, corriendo, durmiendo, “trabajando” o viendo la cuarta vez que se le cae la sopa a mi hija.
(De hecho, esta idea se me ocurrió cuando fui al baño y la anoté en mi celular y ahora la transcribo aquí).
Escribir es como estar en tu oficina y tener de fondo un mantra que te gusta. O estar en el tráfico y no estar en él, o estar escribiendo este renglón y estar pensando en la sonrisa de tu hija que tiró la sopa. Y ahora tu lector también sonríe.
Somos palabras.
Escribir no enseña a vivir pero enseña a sentir la vida dentro de la vida. Y tal vez eso es aprender a vivir.
Por eso celebro en voz alta la confianza que he ido agarrando para escribir. Juzgarme menos, jugar más. Sentir profundamente el mundo y pensar más ligeramente sobre mí mismo.
(De hecho, leeré mañana esta última frase y decidiré si se queda o se va. Quiero llevar eso a la vida: siempre un experimento, siempre la posibilidad de cambiar las comas o los párrafos de lugar. Sobre todo, aprender a poner punto y aparte).
Escribo porque escribir es en sí un acto de esperanza, aún si escribo cosas desesperanzadas. Escribo para que otros me oigan, pero tal vez más para yo escucharme a mí mismo. Y solo por eso siento que escribir es equivalente a salvar mi vida. La salvo, aunque no la terminaré de vivir. Como este escrito que tampoco terminará, solo decidiré abandonarlo.
Escribo por que quiero confiar. En mí, en la vida, y en que sí hay tiempo suficiente. Porque escribir es una disciplina. Pero menos de estar horas frente al teclado y más de estar presente en todas las horas de tu día.
Y yo tengo profunda fe en un enunciado. No solo porque hay frases que han liberado mi vida sino porque la vida es una serie de enunciados. Y escribir es escribir mi vida. Como un guionista que le dice al actor cómo actuar. Como un demiurgo que pronuncia el mundo en existencia.
Bendecidos somos los que podemos leer algo, o escribirlo, y sentirnos reyes del universo.
Bendecidos somos los que ya nos dejó de dar vergüenza decir una frase como esta.
Soy escritor. Chinga tu Madre.