A la persona que me enseñó a llorar
La persona que me enseñó a llorar fue la que me hizo llorar por primera vez.
Una rajada en la piel, otra en la grasa subcutánea, otra en la aponeurosis muscular y una más en el peritoneofue lo que se necesitó para sacarme al mundo después de 42 semanas de habitar en el jacuzzi-nirvana de la vida prenatal. Y por supuesto que lloré. El shock de la luz. Del ruido. Del oxígeno que no podía pasar por mi tráquea llena de moco.
Lo cierto es que te he culpado, madre. Te he culpado por ese llanto inicial y por muchos de los llantos y corajes que vienen de cajón con el paquete de vivir. Si bien nunca he culpado tu decisión de traerme al mundo, sí lo he hecho por no garantizarme la comodidad a la que me acostumbraste en mis inicios. Te culpé por mis manías, te culpé por los lentes con los que aprendí a ver la vida, te culpé por que de ti imité un cierto grado de victimismo. Cuando culpar, aunque alivie, es tal vez la forma más precisa del victimismo.
Te culpé porque me diste miedo al frío, porque cuando mi matrimonio estaba fallando me diste a mi siempre la razón, porque una de tus formas de mostrar amor es mostrando que sufres conmigo.
Y por años no te perdoné.
Aún después de largas horas de terapia que no llevaron a mucho (puesto que las historias ficticio-verdaderas que recreamos para justificar emociones son interminables), lo que me empezó a ayudar fueron los ejercicios de sentir las emociones. Después de tanto cansancio por mis historias, mentadas de madre, justificaciones, evasiones y rechazo, el sentir sin explicar fue lo único que me ayudó a observar la creencia que me tuvo atorado por tanto tiempo: No creía que merecía esta madre.
Si bien nuestra separación no fue completamente física, a tal grado llegó nuestra distancia que algunas veces sentí mareos al estar cerca de ti. Me mostrabas formas de ser que yo veía en mí y que no me gustan. Como tener cara de seriedad.
Y como cualquier humano que viene a este mundo siempre está atado a su madre por un cordón umbilical, tus opiniones sobre mí, tus gestos de incomodidad, tu silencio o palabras de insatisfacción, siempre han pasado de manera directa a mi sangre. Como la madre embarazada que pasa su estrés al bebé. No es algo que puede controlar.
Pero descuida. Esta no es una carta de venganza. Ni tampoco de reconciliación. Porque no estamos des-conciliados. Mi relación contigo, así como la relación de cualquier hijo con su madre, siempre es ambivalente. O más bien, polivalente. Sinuosa como los ríos que bajan por las montañas: aunque parece que las aguas se quieren escapar, éstas siempre se renuevan. Y la montaña y el río se alimentan mutua y eternamente.
Solo trato de dejar en evidencia mis intentos de trascender la idea de la madre blanca y la madre negra.
Si por años me he burlado de tu tendencia a guardar las cosas para no tener que comprar más, el negro me dice que es codicia, pero el blanco me dice “así como estás eres suficiente”. Si por años me he quejado porque no aplicas en casa lo que aplicas magistralmente con tus pacientes, el negro me dice que no has aprendido nada, pero el blanco me dice “la familia es tan compleja que aun cuando tienes todos los conocimientos, en la práctica siempre hay hilos que se enredan y nadie está exento de equivocarse ”. Si por años te empeñas en reutilizar los aparatos viejos, el negro me dice que quieres vivir en el pasado, el blanco me dice “el futuro depende de enaltecer el pasado”.
Cuando tenía siete años un dermatólogo me quemó con nitrógeno unas verrugas que tenía en el rafe perineal. La línea que va del escroto al ano. Me llené de ampollas y el ardor era insoportable. Mientras lloraba, acercaste tu cabeza y pasaste la noche soplando para aliviarme.
Mi memoria gráfica esconde miles de situaciones similares. Limpiaste mis excrementos de todo tipo, aunque una madre no puede evitar mancharse con ellos. Y estoy seguro de que más de una vez tú tampoco podías dormir porque yo no podía dormir por mi miedo a la oscuridad. Incontables mañanas me serviste el desayuno, me subías al camión de la escuela, me llevabas a mis partidos de futbol. No recuerdo lo que hablábamos, pero yo te escuchaba, y a veces te veía llorar.
Porque llorabas cada vez que en la radio salía “Remember the days of the old school yard”. Llorabas porque sentías el tiempo. Porque te veías reflejada en tus hijos que ahora corrían en el patio de donde los acababas de recoger. Llorabas por cuando eras niña y porque sabías que no ibas a dejar de serlo, aun cuando tenías que resolver esto de ser adulto y esto de ser madre.
Y a fuerza de estar tan cerca, a fuerza de que tus lágrimas nunca te avergonzaban ni hiciste que las mías me avergonzaran, me quitaste el miedo a la oscuridad.
Y justo porque crecí sin ese miedo, porque crecí con la certeza de ser amado, es que puedo escribir estas palabras que no son de venganza, ni de reconciliación. Son puras palabras de amor, en todo su esplendor de las escalas de gris.
También me enseñaste a bailar. No pasos de baile específicos. Solo a verte bailar. A moverme con la música. A respetar mi masculinidad con una actividad convencionalmente femenina. Sin pena. Sin pedir permiso. Sin ninguna otra agenda más que la de saber que bailar es una de las formas más hermosas de habitar este planeta.
Deberíamos bailar más.
Ya lo estamos haciendo.
Hace poco me hiciste notar que casi no apareces en muchos de mis escritos. Tal vez otros lo han notado también. Pero eso es lo que sucede con las madres. Están detrás de todo escrito. La madre siempre es una presencia fantasma, un poco como jueza, un poco como testigo, siempre como abogada defensora de sus hijos (aunque muchas veces los hijos no lo percibimos así).
Si a veces la madre no puede sonreír con su hijo es porque le duele, si tiene que culpar a alguien más, es porque le duele. Los padres no pueden ser abogados de sus hijos porque siempre terminarán sacando las garras y colmillos para cuidar su sufrimiento. Y el propio.
Pero después del juicio, de la enfermedad, de la desilusión, de las quemaduras, ahí está la madre para soplar lo que se calentó de más.
Yo me sigo enojando cuando alguien tira un vaso de la mesa, me sigue costando recibir y dar regalos, sigo sin poder comprar ropa que no esté en promoción, pero también sigo reutilizando las hojas de papel, sigo valorando el poder del reciclaje, sigo escribiendo mi vida como tú has hecho con la nuestra. Porque, al finalizar cada vacación de diciembre, todos esperábamos tu carta de renovación de año. A cada quien le dabas su lugar, a cada quien lo inscribías en una historia de atardeceres y renaceres.
Y tú y yo siempre nos hemos llevado mejor a través de nuestros escritos. Sentarnos a escribirnos nos da la distancia necesaria para que los gestos y los químicos sanguíneos no reaccionen de forma inmediata al estar uno frente al otro. Las palabras que han creado nuestra relación, nos han ayudado a vivir en la belleza del gris, y por ello, nos han enseñado a apreciar las sutilezas multicolores de todo lo que existe en el universo.
Las palabras escritas, nos permiten traer ideas que no son nuestras y al discutir un libro o película, vamos re-recreando la propia. Nuestras cartas muestran que aquello que está cerca, usualmente es lo más enigmático y que mi versión de ti es más una invención mía que la realidad.
Cuando me lees te das cuenta que tu hijo creció y sigue creciendo, cuando te leo me doy cuenta que ese crecimiento sería imposible sin ti.
Judith Butler sugiere que la tendencia de querer soltar a la madre al mismo tiempo de aferrarse a ella porque la sobrevivencia está en juego, puede ser una base psicoanalítica para una nueva teoría de los lazos sociales: si preservamos la vida del otro, no es solo porque nos traerá buenas cosas, sino porque ya estamos atados uno con el otro en un lazo social que precede y hace posible ambas vidas.
Mira qué profundo. Mi relación de amor-odio con la madre, mi reconocimiento de esta inseparabilidad, puede ser la base psicoanalítica y pragmática de un nuevo imaginario social donde hay amor-odio por el vecino, amor-odio con la empresa que compite con la mía, amor-odio con el que está detrás de la muralla, y aun así nos sabemos instintivamente entrelazados. Tu existencia entretejida a la mía. Yo soy gracias a ti.
Querida madre, te libero de tu rol de cuidarme, aunque ya sé que nunca dejarás de hacerlo. Entonces, mejor: te libero de que te sientas responsable de mi sufrimiento. No tienes que sufrir conmigo. No tienes que hacer nada. No tienes que arrepentirte de cosas que me has transmitido. No tienes que disculparte por haberme sacado del nirvana y traerme a un mundo donde me la pasaré como me la tenga que pasar.
Te confieso (aunque no eres mi juez, ni mi testigo, ni mi abogado) que te libero porque también me quiero liberar de esta posible culpa que puede surgir ahora que veo a mis hijas salir del jacuzzi familiar y exponerse a los espejos de otros jueces, testigos y abogados. Mostrarles mi empatía de saber que este mundo tiene su crueldad sin querer quitarles el sufrimiento, mostrarles mi sufrimiento por verlas sufrir sin cargarles esa responsabilidad. Ellas sabrán, como yo lo sé ahora, que si creemos que ser padres es escudar a los hijos del shock de la luz, del ruido y del moco atorado, todos estaremos destinados al fracaso. Y que tal vez el color oficial del amor, del buen amor, debe ser gris y no rosa.
Por eso quiero, sin poner demasiada expectativa, y sabiendo que esto de ser padres e hijos es uno de los mayores misterios del universo, que un día ellas me liberen. No para que nadie piense que llegó a la auto-suficiencia, sino para que nuestro lazo sea principalmente una elección y un agradecimiento.
Gracias por hacerme llorar, mamá.