De Coaching y de Dioses

“Modé aní lefaneja mélej jai vekayam shehejezarta bi nishmatí bejemlá rabá emunateja.”
Así reza la primera plegaria que todo judío debe decir al abrir los ojos en la mañana. Aún antes de levantarse, antes de lavarse las manos, aliviarse en el baño, saludar a la pareja, o al sol, uno dice: “Doy gracias ante ti,Rey vivo y eterno, por haberme devuelto bondadosamente el alma; grande es mi confianza en Ti.”

Me encanta la idea de que por las noches mi alma sube al cielo, o se va a algún lugar, y alguien la insufla de regreso en mi cuerpo para animarlo y darle ganas de despertar y vivir. O al menos solo para moverlo e ir al baño a orinar y defecar.

La segunda plegaria es el lavado de manos y la tercera es el rezo para salir del baño donde agradecemos al Señor por todos nuestros órganos tan necesarios para nuestra existencia. Agradecemos todos los orificios del cuerpo “pues si se cierra uno de ellos o se abre, no es posible sobrevivir ni siquiera una hora”.

Las cortas plegarias que siguen a este ritual diario agradecen al Rey del universo que da al gallo la inteligencia para distinguir entre el día y la noche, devuelve la vista a los ciegos, libera a los presos, yergue a los doblegados, da vestido a los desnudos, fuerza a los cansados, extiende la tierra sobre las aguas, encamina nuestros pasos, provee todas las necesidades. También se le agradece por infundir fuerza a Israel, por no haberme hecho gentil, ni esclavo, ni mujer.
(La mujer agradece lo mismo, solo que en la última al revés. Bueno, no. No agradece por no haberla hecho hombre, sino por haberla hecho “conforme a su voluntad”).
(Ahora Google me muestra, no sé si por el aumento de las conversaciones sobre la identificación no-binaria, o porque la versión de la mujer seguía estando un poco discriminatoria, que la versión moderna de este rezo para hombres, mujeres y me imagino que no-binarios también, solo agradece “por haberme hecho a su imagen”).

Me gusta mucho la idea de levantarme y agradecer por todo esto. Pequeños, minúsculos milagros rutinarios que hacen posible la vida. Que hacen posible mi vida. En el judaísmo hay rezos para todo: bendición a la luna, bendición al mar, cuando sales de viaje, cuando regresas, a las frutas de los árboles, a las de la tierra, al pan, al vino, para el hogar, para cuando vas a un sitio donde sucedió un milagro para tu pueblo, o cuando vas a otro sitio y te sucedió un milagro a ti. Hay rezo para los muertos, para cuando nace tu hijo, para cuando vas caminando hacia el altar en tu boda. No estoy seguro, pero creo que los muy religiosos tienen un rezo también para cuando están eyaculando dentro de su mujer.

Muchos de estos rezos los aprendí cuando me acercaba a la edad de trece, cuando el niño se convierte en adulto y entonces tiene el derecho y la responsabilidad de poder establecer una relación más directa con Dios. Mi amigo Alfredo me enseñó varios, como a él su padre, y su padre a su padre. Al salir del baño en primero de secundaria se me quedaba viendo hasta que sacaba yo mi cartera de mi bolsa, la ponía sobre mi cabeza y recitaba la bendición de los orificios que con magia profunda saben cuando abrir y cuando cerrar. (La cartera de cuero hacía las de Kipá, el gorrito que ponemos sobre la cabeza para recordar que siempre hay alguien arriba de uno mismo).

Me gustan los agradecimientos, no sé si me gusta lo de Rey del Universo. Me gusta agradecer, pero no la jerarquización. Me gusta notar que todo es un milagro, no que me fuercen a notarlo. Me gustan las plegarias del libro, pero me gustan también las que yo imagino agregarle.

Agradecimiento a la clorofila, agradecimiento a la bacteria que hace el queso Oaxaca, a la bacteria que me ayuda a digerirlo. Agradecimiento a cada uno de los miles de trillones de hongos que me componen, que componen a mis hijas, que componen la red miceliana que entreteje a las especies de este planeta. Me gustaría crear una bendición para el momento en que ves a tu hija completar una suma satisfactoriamente o para cuando te quedas mirándola a contraluz en un instante de eternidad fija. Quiero inventarme un rezo que agradezca el impulso de agradecer. Tenga cosas que agradecer o no, el instante donde me digo, “voy a agradecer”, es sagrado. 

Los hinduistas lo comprendieron bien porque tienen millones de dioses. Algunas de sus escrituras dicen que son 330 millones. Lo que equivale, en términos figurativos porque seguramente hay más de 330 millones de entes, a que todo amerita un dios porque todo es sagrado. 

Le rezo a todo, pero todo me reza a mi de regreso también. Le rezo a la hormiga y ella me reza. No por miedo a que la aplaste, sino porque sabe que yo también soy sagrado. Y porque estamos hechos de lo mismo. Le rezo al viento y que el viento esparza mis bendiciones por todas partes. Como las hojas de colores de los hinduistas que cuelgan en los monasterios y en las faldas de las montañas.

La incomodidad con la religión, a veces emerge, como conmigo, cuando te enseñan las reglas, cuando las tienes que seguir porque “así está escrito” o “así se lleva haciendo por milenios” y no por lo que hay detrás de ellas. Pero entiendo que a veces tu papá o el papá del papá o el papá del papá hasta llegar a dios, tampoco está seguro de porqué se siguen repitiendo ciertas reglas. Es molesto cuando te enseñan los rituales para comunicarte con dios pero no a sentir su presencia. Y en mi vida llegó el punto en que hacía las cosas solo por la culpa de dejar de hacerlas. Para que mi amigo no se me quede viendo, para que dios no me castigue después de 10 años de rezar todas las mañanas sin saltarme un solo día (de hecho, fallé tres días en 10 años: uno estaba en un avión, otro estuve enfermo, otro se me olvidó y no se si me han perdonado).

Los sufís dicen que hay tres niveles de conexión con lo divino. El primero es la plegaria, el segundo es la meditación y el tercero es la conversación. Por eso quiero ver más a dios como un compañero. O más bien, como un coach. Alguien que se refleja en mí y me cuestiona. Alguien que no me juzga, o que no me proyecta sus inseguridades. Alguien que, cuando estamos en sesión, habla menos de lo que yo hablo. Porque me escucha, porque le interesa y también porque sabe que hablándole a él, yo me escucho. 

El coach me hace preguntas y espera la respuesta suficiente tiempo porque sabe que yo puedo. El silencio no le incomoda y hace que a mí me incomode menos cada vez. Y cuando no le doy la respuesta sino otra pregunta, se ríe, y en vez de sentir que se está burlando de mi ignorancia, ambos reímos por ignorantes.

Mi coach parte de mis fortalezas y no de mis carencias. No es paternalista, es compañero. No convence, colabora. No define el programa, apoya el mío. No lidia conmigo, me invita a bailar.

Mi coach no me pide que esperemos al mesías, no me promete que me lo mandará si me porto bien, y le preocupa mucho menos el día del arribo de la salvación, y se pregunta mucho más sobre lo qué haremos el día después. A mi coach le preocupa, y me lo dice, que todos esperamos que algo nos salve de nosotros mismos. Unos esperan el negocio de su vida, otros esperan a la pareja, otros la píldora que salvará su enfermedad, la cirugía que les quitará la lonja, el aparato tecnológico que enfriará el planeta, la nave espacial que nos sacará de aquí. Y otros solo esperan la salvación de la muerte. Si bien el coach habla del futuro y le emociona, hace que nos concentremos aquí en el presente. Y entre que le hablo y le pregunto, toda nuestra sesión se siente como un rezo, una meditación y una conversación.

Yo no me entrego a mi coach, como a veces hacemos con dios, para ganar tranquilidad. Mi coach no gana dinero por dármela. Simplemente me la da cuando me recuerda que nadie, ni él mismo, lo tiene resuelto.

Mi coach, que a veces es mujer (o mismo cuando es hombre, aunque realmente es no-binario), sabe que un pensamiento sexual se puede colar sin que eso amerite un escándalo, o sea la semilla de una nueva culpa. Como cuando tenía 13 años y me prohibían la masturbación, justo en el momento donde más la necesitaba. Y como cada año en el libro de rezo del “Yom Kippur” o día del perdón, leo que si tuviste una polución nocturna en esta noche tan sagrada, debes preocuparte por tu sobrevivencia durante ese año. Me pasó hace una década y me sigue dando miedo que me vuelva a suceder (aunque también dice que si te salvas ese año, vivirás muchos más). Miedos vienen, miedos van.

Hablando del día del perdón, yo creo mucho en él. Tal vez perdonar es cuando más nos asemejamos a los dioses.
Y qué bueno que hay un día en el año de ayuno y de perdón. Aunque tal vez podríamos entrarle a eso del ayuno intermitente todos los días y meter un poco de perdón durante los otros 364. Para difuminar un poco la culpa con la que vivimos, perdonarnos nosotros y perdonar humildemente a los demás. Por que la culpa es buenísima para revertir relaciones de poder, pero no para re-inventarlas. Y es inútil en los procesos de sanación.

Me gusta el día del perdón porque estoy con mi papá y mi hermano. Mi papá nos cobija en su talit y recitamos juntos la bendición de los hijos. El siente la presencia de su papá sobre su cabeza y yo siento la de dios. Y cuando sucede que mis hijas están por ahí, también espero que a través de mi mano que toca sus cabezas lo sientan ellas también. Aunque no sepan leer hebreo y yo no estoy seguro de que lo tengan que saber para sentir lo que el hebreo quiere hacer con esas plegarias. Al igual que el sánscrito, y el castellano, y este silencio después de este punto y aparte.

 

Mi papá siempre me dice que los judíos dicen, que el lenguaje de dios está escrito con tinta blanca y no con negra. El lenguaje de dios sucede ahora en el e s p a c i o  e n t r e  e s t a s  l e t r a s. Entre esta pantalla y tus ojos. Entre la mano que está sobre mi cabeza y la mano que pongo sobre otra cabeza o una roca. Por ahí fluye el profundo misterio de la existencia.

Los reyes del universo caminan entre nosotros, pero no se reconocen como reyes. Por eso el coach no se lleva el crédito de su coachee. El maestro no se lleva el crédito del alumno. Y aún, el coachee y el alumno siempre agradecerán al maestro por la simple razón de que ambos buscaron su propia obsolescencia.

Amén a las deidades del futuro de la humanidad: los que buscan su propia obsolescencia. Los políticos, los doctores, las empresas. Dejar su puesto porque ya no es necesario. El ciudadano no necesita a un mandamás, el paciente se vale por sí mismo, el cliente sabe que su bienestar no se encuentra en el siguiente iPhone.
Tal vez ese es el momento mesiánico. Ya no se necesita al salvador. Ya no hay codependencia.

Sea lo que sea el alma, ésta se alimenta con rituales, palabras y silencios que reconocen su presencia. El hombre que reza con todas sus células para que el portero de su equipo pare el tiro penal; el hijo del pescador que no quiere ver a su padre sufrir cuando no hay pescados; el amor con el que ruegas que el cáncer no se lleve a tu amigo. Como un perro que llora por su dueño.

Ese llorido es la conexión.
El duelo desde donde añoras, es la presencia divina.

Esto que dije lo dice Rumi, y esto lo dice Hanuman en alguna de las escrituras hinduistas cuando le preguntan sobre su verdadera esencia: “When I forget who I am, I serve you. When I remember who I am, I am you.”

Lo siento, pero no pude traducirlo al español, y de hecho, en farsi y en otros idiomas hay pronombres que se colapsan en uno. Yo, tú, él, ella, nosotros, dios. Yo-tú-él-ella-nosotros-dios. Esta sería una buena adición al libro de rezo judío y por qué no, al diccionario de la Real Academia Española. Otra biblia generativa de mundos.

 

Se acerca el año nuevo judío, se acerca el día del perdón. Mi coach imaginario me invita a vivirlo con curiosidad y creatividad, pues dice que esa es la esencia del coaching. Tal vez también, es la esencia de Dios.

 

 

Victor Saadia