Neurosis_
En psicología le llaman crisis de despersonalización. Sucede cuando sientes que las cosas que te rodean no son reales y que tú tampoco eres real. A muchas personas se les desencadena por un acontecimiento estresante grave como maltrato emocional o negligencia durante la infancia. Pero a mí me lo desencadenó una clase de Filosofía.
Cuando hace unos años llegué a estudiar mi maestría, para mí la ciencia era lo que para otros es la religión. Un sistema ordenador totalizante, un juez que discrimina entre lo real y lo imaginario, un código que te dice de dónde viene la vida y hacia dónde va.
Años antes de esto, había pasado por un periodo al que caractericé como “mi salida del clóset de la religión”. Había llegado a la certeza de que Dios, o dios, había sido inventado por el hombre, y que además lo habíamos creado a nuestra semejanza. Después de veintitantos años de crecer en un ambiente relativamente religioso donde se enseñaba Biblia y a rezar, fue con un libro de historia de la civilización, no de ateísmo, donde empecé con el problema del huevo y la gallina para el hombre y El Señor.
Hace 10,000 años, o qué importa realmente la fecha exacta, nuestros ancestros se volvieron sedentarios. Comenzaron a domesticar animales, granos y semillas, y así nació la agricultura. (De hecho, empezar a enterrar a nuestros muertos y quedarnos cerca de ellos fue otra de las razones para pasar del nomadismo al sedentarismo).
¿Qué pasaba en los años de sequía cuando nuestros cultivos, y nuestras vidas, corrían peligro?
Pues volteábamos incesantemente al lugar de donde venía el agua. Deseando, suplicando, que las aguas cayeran.
De esa necesidad por no sufrir, de ese instinto de supervivencia, y a través del lenguaje, comenzamos a crear ídolos, dioses y avatares para dirigir nuestra desesperanza y nuestra esperanza. Parece que ese momento fue el inicio de las creencias religiosas y del politeísmo, y que, eventualmente, por la creciente diversidad de tribus, lenguajes y deidades que peleaban entre ellas, llegó la religión monoteísta. Un dios para gobernar a todos. Como en el Señor de los Anillos.
“Eso no es verdad hasta que la ciencia lo compruebe”, decía yo para abrir la puerta del clóset. “Las leyes de la física no pueden explicar tu astrología ni cómo Moisés abrió el mar.” Con esto la cerraba tras de mí.
Así que volverme agnóstico fue un paso de mera lógica. La misma lógica que obtuve de mi cultura, mi casa y mi escuela donde a la clase de Biblia le seguía la de Física, la de Biología y la de Historia. Pero esa fue precisamente mi sorpresa cuando llegue a la maestría y me dijeron algo que no se me había ocurrido hasta ese momento: la ciencia también había sido creada por el hombre, y también estaba creada a su semejanza.
Como cualquier sistema, la ciencia tiene una serie de axiomas que se aceptan como verdades sobre las cuales se construyen todos los postulados y leyes. Por eso, en la religión monoteísta, la primera ley es: “Yo soy tu Dios” y después de haber legitimizado la autoridad, de haber establecido una base de lo que sí es real, podemos crear lo demás.
De esta misma forma funciona la ciencia. Estos dioses, o axiomas, son las reglas del juego con las que podemos decir si algo es real o no, si algo es válido o no. Y mientras aceptemos esta autoridad y juguemos dentro de las reglas del juego, podemos estar seguros de nuestra cordura y seguros de las conclusiones que esta metodología posibilitó.
“¿Cómo sabes que tu prueba es verdad? ¿Cómo sabes que demostrar algo química, matemática o físicamente lo hace verdad?
Éstas eran las preguntas que me empezaron a abrir el clóset de la ciencia.
Y ¿dónde está el dios que le dará legitimidad al juego de la ciencia y sus reglas?
El dios, en este caso, son las instituciones de la sociedad, los noticieros matutinos, los maestros y universidades, y los niños inteligentes de 23 años que le cuentan al mundo que un mero bastón no puede convertirse en serpiente. La autoridad de la ciencia se legitimiza cuando creen en ella. Cuando juegan su juego. Como en el Monopoly, mientras todos sigan las reglas, no necesitamos de un juez.
Entender esto fue un corto-circuito para mí. Ni siquiera mi nueva religión, la ciencia, podía mostrarme la diferencia, sin lugar a dudas, de lo que era real o irreal. Solo podía hacerlo dentro de los marcos que la ciencia aceptaba como válidos.
Me pasé como cuatro días caminando por las calles de Nueva York viendo todo con ojos extraños, como si hubiera un “yo” sobrevolando sobre mi cabeza a un metro de distancia. Viéndome caminar, comer, hablar. Pero no me reconocía. La comida me sabía sin saberme, las palabras me significaban sin significarme, mis compromisos y juntas de trabajo eran una presencia ausente. Uno de esos días nos tocó -como parte de la clase de antropología de la basura-, ir al basurero más grande de Nueva York. Recuerdo que había olvidado mi botella de agua en el camión y cuando entré a orinar a uno de los búnkers plásticos improvisados que hay en zonas remotas -como los baños de los conciertos, pero un poco más grandes-, tomé agua directamente del lavabo. El agua más sucia y peligrosa que he tomado. Pero no me supo a nada. Porque al estar desconectado de lo “real”, mucho menos entendía lo que es “peligroso”.
Hubo días en los que dejé de comer, aunque no lo recuerdo bien. Solo recuerdo que tenía esa sensación que tiene Neo en Matrix cuando ve con sus ojos que todo lo que había visto y vivido como real, no había sido más que una simulación. Esta es una sensación de la que no se habla mucho en mi comunidad y por lo mismo, no sé cuántos de los 8 billones de personas del mundo la han experimentado. Un amigo cercano me contó que le sucedió algo similar después de un curso intensivo de meditación trascendental. Tocó algo tan profundo que se desconectó y hasta le dio un ataque medio epiléptico que lo mandó al hospital y estuvo semanas con ansiolíticos y anticonvulsivos con los que la psiquiatría quería estabilizarlo para regresarlo a la normalidad, es decir, la realidad. O viceversa.
La sensación que tuve durante mis días de despersonalización no fue desagradable. Que la comida no te sepa, que tus pendientes no te presionen, que andes medio zombie por la ciudad, no se siente mal. Lo que es completamente extraño es que no sabes quién eres, y peor, mucho peor, es saber que nunca nadie, ni dios, ni la física, ni los libros, ni los extraterrestres, ni los programadores, te van a decir qué eres y por qué existes.
Y aunque la sensación de desconexión en sí misma no es incómoda, sí es precursora de una de las sacudidas más vertiginosas y apabullantes de los seres pensantes. Porque te viene la evidencia de que tu familia, tu comunidad, tu religión, tu ciencia, y los cursos de auto-ayuda, nunca han admitido abiertamente que no tienen ni la más remota idea de lo que es la realidad.
Nietzsche lo llamó “El Abismo”. Y decía que cuando uno se asoma a ese abismo, el abismo también se asoma a vernos de regreso. Es lo más extraño que jamás he sentido y al mismo tiempo lo que se acerca más a la verdad. Todo lo demás es distracción.
Por eso Kierkergaard decía que la mayoría de los hombres vivimos toda la vida en “media-oscuridad” sobre nuestra condición. Estamos en un estado de “medio-silenciamiento” en el que el niño adulto aprende a lo largo de su vida varios mecanismos de defensa para negar y reprimir esta condición de no saber quién es y de estar aterrado no por la muerte, sino por la vida. William James decía que el miedo “es miedo al universo”.
Creo que son pocos los psicólogos y terapeutas que admiten que la ansiedad existencial no puede ser eliminada por completo ni terapéutica ni farmacológicamente. Es imposible enfrentar el terror de nuestra condición sin ansiedad. Y es muy posible que la neurosis o psicosis, para seguir usando algo del lenguaje de la ciencia psicológica que quiere tener sentido y poner palabras al sin-sentido, sea la respuesta natural al enfrentarnos al sin-saber.
Todos creemos que tenemos una identidad cuando pagamos nuestros impuestos en abril, que tenemos control de nuestra vida cuando aceleramos a fondo en el coche cuando el semáforo se pone en amarillo, que entendemos nuestra razón de ser cuando utilizamos nuestro cepillo de dientes eléctrico en las noches. Pero no. Eso es jugar el juego para distraernos porque no podemos soportar la idea de que somos seres pensantes, y sufrientes, y nada, nunca, nos dirá por qué ni cómo. Por supuesto que los rabinos, monjes, gurús, biólogos y abuelitos tienen sus teorías y cuentos, pero solo nos acostumbramos a sus verdades a fuerza de repetición y condicionamiento. No porque alguien haya recibido o descubierto “La Respuesta”.
Se podría decir que la esencia de la normalidad es el rechazo constante a la realidad de que no sabemos lo que es real. Y lo que llamamos neurosis es simplemente notar que hay personas que tienen más problemas con las mentiras creadas, que otras. Ernest Becker lo escribió así y no lo pude traducir: “Neurosis: the miscarriage of clumsy lies about reality”.
Becker decía que los esquizofrénicos sienten más intensamente esta desconexión porque no les fue posible (ya sea genética, conductual o narrativamente) construir el andamiaje neuronal e identitario que los demás construimos para negar o reprimir el sin-sentido. El esquizofrénico tiene una mayor carga que el resto de las personas porque no se siente seguro en su cuerpo. Bueno, esto nos pasa a todos, pero según la psicología, el esquizofrénico tuvo una infancia en la que no pudo desarrollar un “asiento seguro” para asentarse en su propio cuerpo, y como resultado, no está anclado íntimamente con su neuro-anatomía. El esquizofrénico no puede somatizar en su cuerpo lo que otros hacemos de formas más automáticas para absorber el miedo al universo.
De hecho, así fue como regresé a mi después de esos cuatro días de despersonalización. Me dio sueño, hambre, calentura sexual. La materialidad fisiológica me trajo de regreso. Cosa fascinante porque el embrollo al que nos metemos por el lenguaje (que nos permite pensar y ver el sin-sentido), no se resuelve con más o mejor lenguaje, más o mejores teorías, sino fuera del lenguaje mismo. Durmiendo, comiendo, cogiendo.
Creamos mundos y universos, dioses y satélites, y vivimos en un cuerpo que se comen los gusanos.
…
Hace años que el abismo no me observa de regreso. Pero sé que ahí está.
O más bien, que yo siempre estoy en él.
SiempreNunca.