A mi güera rockera
Marión:
Tú naciste bailando. Bueno no. Nadie nace bailando después del shock de salir a la luz por primera vez. Pero a los dos días de haber nacido, ya en casa, tu pie derecho empezó a moverse al ritmo de la música. Y no has parado desde ese momento.
Cuando unos padres buscan tener bebés hacen el amor muchas veces. Pero la noche que pega sabes perfecto cual es. Solo sabes. Me encanta recordar muy bien la noche de tu concepción, pero no me acuerdo si escuchamos música o no. La música eras tú.
Cuando unos meses después salimos del ultrasonido en el que nos dijeron tu sexo, nos subimos al coche y de manera random salió Sugar Sugar de The Archies. Que perfecta canción. Ahí empezó el playlist que nombramos “Baby 2016” y que llenamos de música para ti.
Desde cigoto hasta embrión hasta mórula hasta blastocito hasta feto hasta güera preciosa, estabas entrando a una familia de canción. Los Arno Elías de tu bisabuela, los tangos del bisabuelo que no conociste. El romántico de tu bisuabuelo que le dedica todas las canciones a su mujer de más de 60 años, el volumen que tu madre nos enseñó al cual la música se escucha correctamente, desde Luis Miguel hasta Semisonic. (Aunque a veces ya nos pide que le bajemos). En tu sangre vienen las tardes lounge del Café del Mar y el Buddha Bar, en tus genes las bossanovas seductoras, las letras languidecientes de los cafés parisínos, los ritmos de los rikudim, las sambas y recientemente los perreos del reguetón. Pero tu tienes tu propio ritmo.
Recuerdo el momento preciso cuando te hizo click el ritmo de Latch, la cadencia de Hustle, la armonía de un cover de batería de los Chainsmokers. En el primero estábamos en el coche. Te miraba por el espejo retrovisor y en el minuto 1:20, cuando entran las percusiones electrónicas, tu hombro se empezó a mover involuntariamente y tu cara cambió de micro-gesto cuando conectaste con el alma de la canción. Me recordó cuando tenías dos días de nacida y estabas acostada sobre el edredón blanco y tu pie se empezó a mover al síncope de This will be.
El otro día estaba tirado en el sillón leyendo. Te acostaste a mi lado y pusiste tu cabeza sobre mi pecho, sobre mi corazón.
- ¿Que estás leyendo? – preguntaste
- Un libro sobre la muerte.
- ¿Cómo se llama? – y lo cerraste para ver la portada
- Te denial of det - Leíste en tu incipiente inglés
- La negación de la muerte - te dije
- ¿denial es negación?
- Si.
- ¿De qué se trata?
El libro es una exploración psicoantropológica de que no podemos soportar ver la muerte y por eso nos inventamos historias para poder vivir. De hecho, ganó el Pulitzer en 1974.
Pero me quedé callado. Tal vez tú tienes la respuesta, pensé.
- El libro se trata de una niña que se acuesta sobre el corazón de su papá y le pregunta cosas. Según el libro, ese momento es un momento de negación de la muerte.
Pero yo tengo otra sensación. Porque te acuestas en mi corazón y sé que la física, la psicología, y mismo el lenguaje, no pueden ni siquiera tocar este momento.
Tanto tú como tu hermana se interesan siempre por ver cuantas páginas tienen los libros. Yo también. De eso se trata The Denial of Death. De contar cuantas páginas hay en la vida. Pero otros libros, o tal vez más la música, no se interesan por el número de páginas.
Después de esto trajiste tu libro para leer junto a mí. Era uno de dinosaurios. Mismos que no tenían idea de que sus páginas estaban contadas y su cuento terminaría abruptamente para solo continuar viviendo dentro de los libros y las canciones. Como tú y yo, Marión. Como tú y yo.
Me gustó cuando cerraste tu libro y pusiste tu lápiz para marcar la hoja. Yo hago lo mismo. De hecho, hagamos eso ahora mismo, pongamos un lápiz para separar la hoja en la vamos y pongamos más atención a la música que suena en la bocina con la que nos sentamos a leer. A veces me empalago con las palabras y contigo me doy cuenta que bailando no las necesito tanto.
Yo no sé si en veinte años podré tocarte. Pasar mi mano por tu espalda. Hacerte cosquillas mientras te duermes, enredar mis dedos en tus chinos. No sé si podrás seguir jugando con el chorrito de agua que se hace con mi pene en la regadera. No sé si podré acostarme y cargarte con mis piernas estiradas. Y abrazarte. Abrazarte con tanta ternura y tanta necesidad de tu piel, como tú de la mía.
No me tomo tantas fotos contigo. Prefiero hacer memorias musicales. Como cuando tenías un año y estábamos en la hamaca en Valle escuchando Country Roads. Yo pensando en lo viejo de la vida (más vieja que los árboles, pero más joven que las montañas), tú sin necesidad de entender la letra, ambos cimentando una memoria musical que animará el resto de nuestras vidas. No hay foto de ese momento, hay algo mejor.
¿Sabes Marión? Tienes algún tipo de bondad.
Me gustaría caracterizarla como bondad innata, pero no es realmente eso.
Me gustaría caracterizarla como tranquilidad de estar dentro de tu propia piel. Pero tampoco es eso.
Es más bien como una certeza innata que tienes de saber que el mundo no es perfecto, que tú no eres perfecta, pero que si recoges tu plato de la mesa, si guardas tu ropa en su lugar, si procuras no tirar tanto la próxima vez, si prestas tus juguetes, puedes hacerte a ti, a esta familia y al mundo, un poco mejor. Y estás tranquila con esa certeza. Y me tranquilizas a mí.
Tal vez por eso me gusta escucharte llorar. No cualquier llanto. Definitivamente no cuando haces berrinche ni cuando estás tan cansada que se confunde tu sollozo con risa. No. Los llantos que me resuenan son cuando lloras porque hubo una injusticia. Alguien te gritó y no tenía que gritarte, esperaste tu turno y no se te respetó, o algo así. Lloras con mucho sentimiento, con un llanto primordial. Como un perro que llora por su dueño. Este llanto tan profundo de injusticia. Como el llanto de una madre que pierde a un hijo, o el llanto cuando nos enteramos lo que sucede a unas cuadras de aquí con la trata de blancas, los robos, las matanzas. Es el llanto que sale cuando vemos que somos parte de las profundas injusticias de la realidad, incluida la injusticia del paso del tiempo y del necesario alejamiento de padres e hijos. Es el llanto más primordial que hay. El más real. Y por eso me gusta. Y por eso me gusta también cuando lo resuelves respirando profundamente y recoges el calcetín que se quedó tirado o abres spotify para empezar una nueva playlist.
Siempre noto que estás muy pendiente del llanto de los demás. Sobretodo de los adultos. Si estamos viendo una película y alguien empieza a parpadear porque viene la escena emotiva, tú detectas ese momento y te quedas viendo. Parte para reírte, parte para darte cuenta que tal vez llorar no es solo cosas de niños por su edad, o de niñas, por su género. Una de las cosas más generativas de vida es ver a nuestros padres llorar cuando somos niños. También lo es verlos bailar.
Pero no siempre hagas lo que yo hago. Yo no soy la brújula de tu vida. A veces noto como buscas en mi cara la aprobación o desaprobación de algo que hiciste o algo que hizo tu hermana. Sé que con mi mirada puedo controlar como te sientes. Culpa, reproche, vergüenza, intimidación, miedo. Utilizo ese poder para guiar comportamiento, pero la verdad me gustaría hacerlo menos. No me gusta que la aprobación venga de los micro-gestos de tus papás, porque habemos muchos que luego es lo único que andamos buscando en la vida. Tú eres la más importante en hacerte caso a ti en el juego vitalicio de la aprobación y aunque es mucho más difícil vivir así, yo creo que lo mejor es que tú vayas encontrando tus razones para llorar y existir, y yo las mías.
Ahora vamos a bailar Marión. Es lo que nos sale mejor.
Siempre el dilema entre buscar canciones nuevas o escuchar las de siempre. Como con las experiencias y las relaciones.
Lo que sí es que alternemos una canción tú y una yo. Porque si no, nos peleamos a muerte. Yo pongo Tacones Rojos, tu pones Mon Amour. Yo pongo Dance Monkey, tu pones Shake it off. Yo pongo Mi gente, tu pones Shape of you.
Esta playlist, esta fotografía, es la historia de mi vida.
Bailemos sin parar sobre la cama. Y después, como siempre, te dejas abrazar por mí. Y en ese momento, siento que me salvas la muerte.