Para convencer a mi papá de hacer Yoga_
Hola Pá:
Siempre que te digo que hagas yoga me dices “no puedo”, “no soy flexible”, “no tengo tiempo”, “no tengo paciencia”, “lo voy a hacer”.
A mí me llevaron a hacer yoga cuando mi matrimonio y mi cabeza se estaban desmoronando. Dany pasó por mí y sin mucha explicación me aventó a una clase de 90 minutos, que incluía 30 de meditación, canto y silencio.
Creo que nunca había estado conmigo mismo de esa forma. Y tal vez porque estaba en un momento de inestabilidad narrativa en la historia que me contaba, esa primera clase no me disgustó tanto. Por supuesto que no pude hacer ni media postura, ni respirar, ni dejar de compararme con los pocos hombres que había en el salón y que parecían, no solo expertos, sino que a ellos no les importaba que yo me les quedara viendo con una mueca de admiración-envidia-y-desconcierto por no entender como puedes meter un brazo debajo de otro, mientras un pie se enrolla en la otra pantorrilla y mantienes el equilibrio en lo que luego aprendí se llama garudasana.
Al final de la segunda o tercera clase nos acostaron en shavasana, esa todos sabemos cuál es, y con un mantra que nunca sabré cuál fue, me quedé medio dormido. Y en la vibración que había en ese canto, en mí y en ese salón, sentí una lágrima escaparse por la comisura exterior de mi ojo derecho y rodar húmeda y lentamente hasta caer sobre el mat. Aunque estaba medio dormido, o tocando un nivel de presencia diferente al que estaba acostumbrado, me sentí vivo, presente, en mi cuerpo, en mi vida. En el calor húmedo del sudor y la temperatura confortante de esa lágrima, me sentí seguro, sentí que me pertenecía a mí mismo. Y por un segundo, pasado y futuro seguían ahí, pero yo no estaba en ellos.
Unas noches después, porque la clase era de 8:30 pm a 10:00 pm, regresamos tan energizados que, en vez de irnos al Burger King, nos fuimos en la moto de Dany a toda velocidad por las calles sin topes de Santa Fe. Y fumamos un cigarro, y tomamos una coca, y entre los 0 Km/hr. del OUM y los 100 km/hr. de la Ducati, estábamos en meditación.
Muchas clases, cursos, maestros siguieron. Las que más me gustaron fueron las clases que hice solo con YouTube. Sin la presión de tenerme que ver a través de los ojos de los demás, era más fácil caerme al hacer guerrero 3 o ajustar mi fuerza y resistencia en guerrero humilde. Porque el yoga es muchas cosas, pero una muy importante es el self-awarness de observar quién eres mientras vives en automático lo que siempre has sido. Y esta observación se distrae menos cuando no estás frente a los ojos físicos de otras personas, aunque siempre los llevas codificados en los juicios y narrativas automatizadas de tu cerebro y tu voz personal.
Creo que en el yoga, así como en la vida diaria, lo que más nos eleva o más nos lastra, es la narrativa que nos contamos en nuestra cabeza: puedo/no puedo, me gusta/no me gusta, merezco/no merezco, tengo tiempo/no lo tengo, soy suficiente/ni lo pienses.
Pero nunca cuestionamos esa voz. Primero porque nunca estamos en silencio para escucharla con una atención exterior, y segundo porque: ¿cómo vamos a cuestionar algo que siempre ha estado ahí desde que el lenguaje nos empezó a ordenar el mundo cuando éramos pequeños? ¿Qué hay más verdadero para cada uno de nosotros que la voz de nuestra consciencia, nuestro “yo”? El tema es que aunque esa voz sea la más verdadera -y siempre lo será porque no podemos vivir sin ella-, la verdad que esa voz dice, esa sí puede cambiar.
Este descubrimiento se me hace muy profundo. Y más porque siempre se nos olvida.
Pero la belleza del yoga va un poco más allá porque nos muestra otra verdad adicional: también hay un “yo” en el silencio. Ese “yo” no se puede explicar en palabras, pero el yoga, a veces (pocas veces, de hecho), te permite sentirlo/saberlo sin necesidad de más.
Como cuando tú me has contado de la presencia que sientes cuando te pones el talit y el tefilín en las mañanas mientras recitas las bendiciones matutinas y agradeces a dios por haberte devuelto el alma; por haber animado tus piernas y brazos para moverte; por haberte abierto los poros y orificios de tu cuerpo para respirar, orinar, beber el primer vaso de agua. Mientras cuentas con tus dos dedos las siete vueltas que le das al cuero negro sobre tu brazo derecho y conectas tu corazón y tu cabeza en una línea única e inseparable, así como una línea única e inseparable con el creador. Y la Creación.
Me has dicho que no puedes explicar ese momento (que también intuyo no sucede todos los días), pero que a veces, ahí está recordándote que cuando la mente está quieta, cuando el corazón se abre en humildad y en posición de dar y recibir (que es la misma), todo el universo se rinde en el paso constante del aire que entra a tus pulmones y que sale hacia los pulmones de los demás.
Y esos pulmones que tienes. Incansables después de más de 40 años con un diagnóstico de asma. Louise Hay cree que la broncoconstricción crónica de las vías respiratorias no obedece necesariamente a bacterias o a alérgenos, sino a la práctica crónica de no aprender a respirar para uno mismo. Y yo puedo darle el ejemplo de un caso clínico que da razón a ello, porque desde que te conozco, eres esa persona que respira más para los demás que para sí mismo.
Por un lado, con un “yo competitivo”, que llegó a ser el mejor estudiante de México y recibió una medalla del presidente de la nación, así como el premio de Tufts University por ser uno de los mejores alumnos de odontología en los 125 años en los que llevaba hasta entonces el programa. Ni yo, ni tu esposa (mi madre), tenemos duda de que no fue casualidad que el asma se te haya manifestado a los 24 años de edad cuando enfrentabas tanta presión. Y que has vivido una versión modificada de ella toda tu vida.
Por otro lado, también eres ese “yo generoso”, que se quitaba el bocado de la boca para dárselo a sus hijos; que busca incasablemente donativos para las organizaciones que apoya; que, recuerdo muy bien, ayudaba a viejos o ciegos a cruzar la calle; que cuando tiene ocho niños llorando al unísono en su consultorio y, con la práctica de un yogui milenario, interviene en sus bocas con tal precisión y comprensión que la mayoría de sus pacientes, no todos, terminan amando a su dentista. Fenómeno poco visto en la sociología infantil.
Es increíble el yoga porque no nos pide más que observar nuestra respiración. Para los asmáticos que somos todos en esta vida acelerada y llena de expectativas, solo se trata de observar e inhalar mientras contamos: uno..., dos..., tres..., cuatro…; detenernos para observar ese espacio de quietud: uno..., dos…, tres…, cuatro...; y por fin exhalamos contando: seis…, cinco..., cuatro..., tres..., dos..., uno...
Y si no nos gustó la primera vez, siempre podemos intentarlo de nuevo. Inhalando al: uno..., dos..., tres..., cuatro…. Aguantamos y observamos: uno…, dos…, tres…, cuatro…. Y cuando estamos listos, viene la exhalación depuradora que nos vuelve a centrar en el presente: seis…, cinco…, cuatro…, tres…, dos…, uno….
El yoga es una mezcla perfecta de tus dos personalidades: la competitiva y la generosa. La que quiere con todas sus fuerzas tocar los pies con sus manos, y la que puede contentarse con solo llegar a tus rodillas. El yoga es algo que podrías considerar para cultivar también un “yo observador”, así como para aprender a ser un poco más selfish y cuidarte a ti mismo, para seguir siendo el self-less que siempre serás.
No es que te falte flexibilidad, fuerza, resistencia y equilibrio, pero regalarte una actividad que re-active otra vez tus voces de “no puedo”, “no soy flexible”, “no tengo tiempo”, “no me gusta”, podría ser un nuevo y hermoso viaje. Aprender gracias a la torsión, aprender justo porque no eres el mejor ni tampoco lo quieres ser. Aprender a ver el mundo de cabeza y saber que esa es una realidad también. Y, de paso, practicar sin objetivo la flexibilidad y la fuerza, la resistencia y el equilibrio, porque el tronco más duro se rompe, mientras que el bambú blando mantiene su fuerza justo porque flexibiliza sus opiniones de sí mismo y del mundo, felxibiliza las expectativas para su futuro y sus finanzas, y flexibiliza sus obligaciones con los demás.
Y respira.
Ven. Vamos a hacer un perro boca abajo. Hagámoslo uno a lado del otro, casi sin vernos, para yo recordar que no tengo que compararme contigo (y con nadie más), y tú para saber que no cargas con los caminos que tu descendencia decida tomar. Para sentir el suelo que nos sostiene, como el amor de esta familia que será siempre el suelo que nos permita empujarnos hacia arriba, así como caer en tierra firme y amorosa cuando nos cansemos, perdamos el equilibrio o nos queramos tomar un tiempo antes de cambiar de postura.
Ven. Hagamos un triángulo invertido. Démosle a nuestras vértebras un poco de expansión mientras exprimimos eso que queremos soltar. Para uno que quiere alargar su vida lo más posible, me da la impresión de que seremos tan jóvenes como lo sea esta columna vertebral que nos sostiene. Para seguir envejeciendo con una postura erecta. La mirada hacia arriba y adelante. Con movilidad, fuerza y atención porque aún nos quedan por delante los mejores años de nuestra vida.
Ven. Vamos a fortalecer el core. Después de años de estar doblado atendiendo las bocas de tus pacientes, después de haber tenido un episodio epiléptico que te rompió un buen de vértebras y que tanto tu neurólogo como yo creemos que fue debido al estrés, démosle fuerza a esos músculos, no solo para esconder las lonjas laterales que compartimos y me enorgullecen, sino porque el core nos refuerza la única confianza que necesitamos en la vida: la confianza en uno mismo y en dios. Que son lo mismo. (O al menos eso dice el yoga y el judaísmo aún no termina de decidirse si es así o no).
Ven. Vamos a cantar unos mantras que no significan nada. Para perder un poco el tiempo. Para hacer algo que aparentemente no sirve de nada. Para re-aprender a quedarnos sentados y presenciar el paso del tiempo sin que nuestra opinión o actividad intervengan en el espectáculo del mundo. Para celebrar el espectáculo de la vida compartida que hemos llevado tú y yo hasta este momento presente.
Ven. Paso por ti en la Ducati.
Estoy seguro de que en sánscrito hay una plegaria similar a la plegaria que dan los padres a los hijos en el judaísmo:
“Que dios te bendiga y te guarde. Que resplandezca su rostro hacia ti y te dé gracia. Que te volteé a ver dios y ponga en ti la paz”.
Estoy seguro de que esta plegaria existe en todos los idiomas y en todas las religiones. Porque no hay plegaria más necesaria, más real, más completa, que cuando los hijos se dejan cobijar por sus padres, y que, en un toque que cierra el círculo de la continuidad eterna, permiten a sus hijos besar su mano, como quien besa al universo mismo.
Pensándolo bien, no tienes que hacer yoga. Veo que me lo llevas enseñando toda la vida.
...Uno..., dos..., tres…, cuatro…, inhalo… seis…, cinco…, cuatro…, tres…, dos…, uno.