El abismo de la familia_

Una de las complejidades dentro de las relaciones familiares es irnos dando cuenta de nuestro envejecimiento. En su parte más obvia, del envejecimiento biológico: la aparición de canas, arrugas, faltas de movilidad física, deterioro fisiológico. En su parte más profunda, del envejecimiento narrativo. Este tipo de envejecimiento se da cuando yo solidifico mi idea de alguien más en mi familia, pero sobre todo cuando observo con dolor que esa persona está solidificando su propia narrativa de sí misma en su vida. 
Cuando tu madre o tu hermano o tu abuela o quien sea, llega a cierta edad (y esto puede suceder desde edades tempranas), y se compra la idea de que ella o él es así, siempre será así, y todo el mundo debe de ajustarse a eso. No por arrogancia, no por superioridad, sino por que ya no quiere buscar la energía que se necesita para acuerpar una personalidad que va a seguir cambiando. 

Muchos nos solidificamos por condicionamientos, por imitar inconscientemente a nuestros ancestros, algunos otros por imitar los avatares de las redes sociales, pero, me temo que la mayoría nos solidificamos -como el bronce que cae sobre la escultura y la endurece para siempre-, por miedo. 

 

Ugolino and His Sons de J.B. Carpeaux

 

Miedo a la muerte. Miedo al verdugo. Miedo a la pérdida. Miedo a la incertidumbre. Miedo al dolor. Miedo a no pertenecer. Miedo al miedo. 

Esto es lo que siento que está sucediendo en mi familia: Tenemos miedo a los cambios, miedo a las pérdidas, miedo a ver a nuestras personas más queridas irse al rincón del cuarto para aislarse emocionalmente de lo que está sucediendo. Y peor aún, miedo a que uno mismo no tenga la fuerza, las ganas, el tiempo o la capacidad, de hacer algo al respecto.

Para mí, ese hacer “algo al respecto” no es proponer que hagamos más ejercicio o que nos veamos más seguido. Solo es pedir a mi familia que vayamos directamente al dolor. Que vayamos juntos a esos duelos. Juntos al miedo que nos espanta. 
Que no huyamos de las emociones, aunque no sepamos ni siquiera como se llaman. 

Crecer cerca de tu familia te va curtiendo para aprender a huir de las emociones. Huimos al chismear con nuestros hermanos de nuestras hermanas. Al comentar con nuestras esposas sobre nuestros padres. Al quejarnos con nuestros amigos de nuestros suegros. Al victimizarnos de no tener la familia que tendríamos que tener. También huimos cuando evitamos la comida del domingo, o cuando podemos pasar cuatro días por semana con ellos y ni una sola vez tocar un tema de trascendencia. Hablamos de futbol, de Netflix, de Putin, o de la carrera que va a estudiar el primo, y nunca nos vemos a los ojos y nos decimos lo cargados de miedo que estamos, lo solos que nos sentimos, las respuestas que no tenemos, los arrepentimientos o rencores atrasados, o los deseos que todos tenemos de no sentir la sensación agridulce que siempre nos invade al estar juntos.

Porque esa es la palabra. No tengo que contar ningún evento en particular de mi familia para transmitir que lo que caracteriza estar en familia es siempre una sensación agridulce. Es siempre lidiar con emociones contradictorias, antagónicas, en un mismo abrazo. 

Es ir a acostar a tus hijos o a tus padres a su cama, y sentir el amor profundo y la desesperación infinita de que no los podemos proteger ni comprender del todo. Es querer con toda tu fuerza a tu padre, estar plenamente agradecido con él y por no soportar verlo sufrir, por no soportar tu propio sufrimiento por verlo sufrir, te entregas a medias a ese abrazo. Es tener rencor por heridas que te hayan dejado y al mismo tiempo la sutil empatía de saber que no pudieron haberlo hecho diferente porque no sabían como. 

Abrazamos Abrazo a medias a mi familia. Me cuesta mucho admitirlo y decirlo.  
Abrazo a medias a mi esposa. Abrazo a medias a mi mamá. Abrazo a medias a mi hermano. Los abrazo a medias no porque los quiero a medias, sino porque los quiero completamente, pero hay algo en mí que siempre se está defendiendo. Desde una opinión que harán sobre mí, hasta del dolor que siento por el dolor que voy a sentir cuando ya no pueda abrazarlos más. Y todas las emociones en medio. 

¿Será que estoy viviendo mi vida diciendo adiós desde hoy? ¿Haciendo un check-out emocional antes de dejar el hotel?

Esto es lo que me di cuenta escribiendo y abandonando las tres versiones anteriores de este escrito: No quiero que como familia nos despidamos antes de tiempo. 

Nos veamos una vez al año o una vez a la semana, no quiero que seamos automáticos en nuestras interacciones, no quiero que cada quien lleve su escudo para no salir herido ni tampoco sus armas para herir. No quiero que no hablemos de miedo, desesperación, nostalgia. No quiero que hablemos y hablemos y no digamos nada. O más bien, no quiero que hablemos y hablemos y no sintamos nada. O que, al sentir, cada quien corra a su rutina a lidiar con esas emociones con su mecanismo de defensa de siempre.

Quiero decirlo:
Amo a mi familia y amarla significa amar nuestras muertes. 

Mas allá de las opiniones que tenemos unos de otros, los juicios, las ambivalencias emocionales, los cuidados y separaciones, los encuentros y desencuentros. Amar la familia es amar las pequeñas muertes que nos vamos espejeando mutuamente de formas sutiles e incomprensibles. Amar la familia -atreverse al amor de la familia-, es amar la incongruencia, amar la fragilidad, amar la inhabilidad de resguardar o controlar lo más preciado. Es amar el mayor espejo de nosotros mismos y amar todo lo que espejea. 

El amor comienza por asomarnos al pozo oscuro, incierto, inestable y gélido de lo que significa estar vivos, y se afirma al decidir saltar desnudos hacia el fondo. Desnudos de etiquetas y automatismos. Desnudos de paracaídas y bolsas de aire. Saltar hacia los miedos indecibles, los amores no correspondidos, las opiniones no bienvenidas, las heridas imborrables. 

Solo en la agonía de ese salto podemos percibir las profundidades del amor. 

Solo en la agonía de ver a mi padre, mi madre, mi hermana, mi hermano, mi abuela, mi primo, mi prima, mi hija, mi tío, mi tía, mi esposa, directamente en sus ojos redondos y dejar que ellos me vean a mí en mis ojos redondos. Que me miren directamente y yo mirarlos directamente, sin mis prejuicios de siempre, mis proyecciones, mis necesidades. Sin parpadear. Sin desviar la mirada al suelo.  

Por que ahí, en esos ojos cafés, azules, grises, es donde está escrita nuestra historia, donde están escondidos los futuros posibles. En esos ojos de muerte. En esos ojos de luz. En esos ojos donde las verdades no existen, el bronce se disuelve, el abismo nos jala. Ahí. 

Mamá. Papá. Esposa. Tía. Primo. Abuela:
La próxima vez que estemos juntos, quedémonos un rato viéndonos a los ojos. 
Y cuando yo desvíe mi mirada, acuérdate por favor que estoy tratando.

 

Victor Saadia1 Comment