Xóch_

Xóchitl es la persona que nos ayuda en casa. Es morena, cachetona y muy sonriente. Su voz suave es lo que más me gusta de ella, y con el tiempo, ha cobrado firmeza para que las niñas se queden sentadas durante la cena y se acaben su plato. Lo hace sin amenazarlas. Sin prometerles un dulce.

Xóch me cocina, me trae café, me lo calienta cuando he pasado demasiado tiempo en mi escritorio porque ando absorto en artículos como este. Ella lava la ropa, estira las sábanas de las camas, y cuando no estoy de humor, le pido con pena, pero de igual forma es una orden, que duerma a mis hijas.

Ella dice que sí. Todo el tiempo que sí. Y mi vida fluye gracias a ese sí.

Cuando tenía cuatro años vivía con Mari y Marina. Ellas también cocinaban, hacían el café y seguramente me dormían también. Pero yo lo he olvidado.

Lo que recuerdo muy bien son mis propios méritos. Solito aprendí a abrocharme las agujetas, a sacar buenas calificaciones, a armar un negocio que nos mantiene a todos. Incluyendo a las personas que nos ayudan, o más bien, que trabajan en casa. Y, aunque a veces sí agradezco a algunos terceros por apoyar mi camino-, a mi me parece falsamente que siempre he sido así: “erguido, capaz, autónomo, sin nunca haber recibido el apoyo de otros, sin haberme tenido que apoyar en el cuerpo de alguien más para ganar estabilidad”[1].

“Es mentira que solo tengamos una madre. Cada hijo burgués tiene otra madre proletaria invisible.” – dice Paul Preciado[2]

Cuando vuelve de su fin de semana de descanso le pregunto de paso: ¿Cómo está tu familia? Pero no estoy seguro de querer escuchar toda la respuesta. En este lazo transaccional -digno, pero transaccional- siempre está presente el fundamento del intercambio: en el momento en el que yo deje de recibir sus servicios, o más bien, en el momento en el que algo de su vida afecte su desempeño al proveer sus servicios, este vínculo se rompe y si tenemos suerte, lo único que recordaré será su nombre.

Ayer vino la muchacha de entrada por salida -por cierto, qué nombre tan conveniente para su ocupación e identidad- y, porque era domingo, trajo a su hija de la misma edad que la más pequeña de mis tres pequeñas. Las llevé por un helado, las columpié en el columpio, las puse a dibujar un rato mientras la madre de una desayunaba y la madre de otra preparaba el desayuno. Algo se sentía enteramente normal y completamente anormal. Como las miradas de mis vecinos mientras columpiaba a las dos pequeñas.   

Ahora entiendo, y por eso puedo escribir esto, que estas emociones de extrañeza, de culpa, de incomodidad, no las creé yo.

“En América durante la época colonial, pero también hoy en nuestras sociedades neocoloniales, el vínculo con la niñera está marcado por las relaciones de opresión racial y de clases que separan a las madres de las niñeras. El niño está situado en un espacio ambivalente entre cuidado y lucha de clase y raza en el que el afecto y la violencia se confunden”[3].

¿A qué grado Xóch percibe esta violencia?

¿A qué grado ella lo nombra “violencia” o no?  Y entonces, ¿vive más libre que yo?

Los ricos crecemos con la creencia de que el dinero es la fuente de la felicidad. Por eso nos frustramos doblemente cuando el dinero no nos termina de resolver nuestro estado emocional.     Nos la pasamos enojados en nuestros viajes por el Mediterráneo. Nos vamos a dormir enemistados con nuestras parejas o padres. Nos olvidamos de cómo disfrutar. Ya no sabemos hacerlo.  

Y ¿por qué escribo esto?

En parte quiero exteriorizar y expiar mi culpa. Y sí, decir y nombrar las cosas como son. Pero tampoco quiero quedarme ahí. Reducir este tipo de lazos transaccionales a culpa, vergüenza, opresión o violencia sigue siendo un tanto reduccionista.

Me quiero atrever a preguntar, con mucho respeto y guardando la proporción, sabiendo que esta es y siempre será una mirada patriarcal desde el privilegio de raza, clase, género y muchos otros privilegios que son invisibles para mí y que por lo tanto seguiré ejerciendo:

¿Puedo atreverme a decir que tal vez también hay un intercambio de amor? 

Hoy quiero sentir en mi cuerpo el amor que recibí de las personas que me cuidaron cuando yo era bebé y luego niño. Mis muchachas me acostaban en su cama -aquella relegada a un rincón de la casa porque los arquitectos modernos siguen construyendo pensando que las trabajadoras domésticas no ocupan el mismo espacio que los patrones- se acostaban en la mía, y más allá de la quincena que recibían, lo que ellas me daban era amor. Y muy probablemente yo, que desconocía el monto de la quincena, que desconocía el concepto de quincena, también les daba amor de regreso.

El que viste a alguien más y el que se deja vestir por alguien más, forma parte de un intercambio milenario que, aunque esté condicionado por las narrativas y estructuras socioeconómicas de cada época, en algún grado las trasciende.  

Como mi pequeña lo hace al obedecer a Xóch y quedarse sentada para terminarse su cena. Mi pequeña no solo cumple parte de su transacción, sino que al obedecer a esa voz suave pero firme, le regresa el mismo amor que genera esa suavidad y esa firmeza.

Le pago a Xóch su quincena y ella cumple su trabajo quincenal. Pero sé que hay un intercambio metafísico que jamás podremos nombrar y mucho menos cuantificar. Y, sabiendo que nunca sabré por completo su contexto y la riqueza de su vida interior, y sabiendo que muy probablemente ella escogería otra ocupación si las circunstancias hubieran sido diferentes, aún creo que ella lo puede sentir.

En treinta años, mi pequeña se va a encontrar con ella en algún lugar de este país.

Una le dirá a la otra: “Mi niña, mi niña. Yo te lavaba, yo te cuidaba, yo te dormía, yo te daba de comer”.

La otra le dirá a la una: “Tú me cuidabas, tú me lavabas, tú me dormías. Me contabas cuentos y te sentabas horas conmigo a dibujar arcoíris y unicornios”.

La una y la otra se abrazarán en un abrazo que trascenderá el tiempo y atravesará las desgracias que hemos construido como civilización moderna. Su abrazo será otra prueba más de que otros vínculos que no son ni social ni legalmente reconocidos existen[4]. De hecho, existen aún más porque en su invisibilidad son los que posibilitan la vida. Lo real, en este caso, el amor, es invisible para los códigos legales, académicos y políticos.

Hoy mi mente no recuerda sus nombres y no recuerda sus cuentos, pero mi cuerpo, que confunde el olor de sus propias sábanas con el de aquellas personas que lo arroparon, sabe que, gracias al amor, ha sobrevivido para cantar la vida. Y aunque grande y erguido, aunque empresario y líder, nunca dejaré de necesitar a los demás. Por eso, cuando firmo este artículo con mi nombre hay cientos de nombres invisibles que hicieron posible esa firma.

Espero que cada vez más mis artículos hagan honor a las necesarias luchas de los grupos invisibilizados y al mismo tiempo pueda cambiar la terminología que uso para describir estas estructuras e inventar nuevos lenguajes para sentir el amor, la simbiosis, la interdependencia que siempre nos ha conectado porque no existe ningún ser completamente individuado[5].

                                                 

 

Ahora Xóch me sirve más café sin distraerme. Tiene el cuidado de una madre que no juzga las acciones y los pensamientos de su hijo. Siento su cuerpo aproximarse al mío. Siento su calor, su olor, su mirada atenta al siguiente pendiente de los miles que le quedan por hacer. Y con mucho cuidado, como un niño que sabe la verdad, y como un adulto que quiere cuidarse de no ensuciar la verdad con palabras, le digo:

Te quiero mucho Xóch”.

Y ella me dice:

Yo también señor Victor”.

 

 Bibliografía

[1] (Butler, 2020, 38)

[2] (Preciado, 2019, 202)

[3] (Preciado, 2019, 201)

[4] (Preciado, 2019, 201)

[5] (Haraway, 2016, 67)

Brody, Richard. 2018. There´s a voice missing in Alfonoso Cuaron´s “Roma”. The New Yorker.

Butler, Judith. 2020. The force of non-violence. Verso.

Haraway, Donna. 2016. Staying with the trouble. Making kin in the Chtulucene. Duke University Press.

Preciado. Paul. 2019. Un apartamento en Urano. Anagrama.

Victor Saadia