Viejo_
Me paso la mano por la cabeza y mis dedos peinan el cabello que ahora se siente más delgado que nunca. Mi tía se emociona al ver las canas de mi bigote, hace meses que no me veía, mi esposa me dice que se me empieza a notar un hoyo en la coronilla. Mi suegra le dice a mi esposa que al lado de su oficina hay una clínica de implante capilar, mi cuñada le dice a mi esposa que vayamos agendando el viaje a Estambul, la meca de la civilización hace 1,000 años y la meca del injerto capilar desde hace 20.
Mi madre no me dice nada de mis arrugas, estoy en su camino. Su primo me asusta cada vez que lo veo, es la persona más arrugada que conozco. Cada nuevo evento familiar, una nueva arruga entre la mejilla y el ojo.
Critico la postura de mi padre, dicen que la espalda es la estructura más importante de la longevidad, también que los músculos son el órgano que hay que enfocarse si quieres llegar a jugar con tus nietos en el piso.
Me veo en el espejo del elevador, en el retrovisor, en el que uso para rasurarme, y ahora en el espejo más ubicuo de todos: el self-view de Zoom. Cuando lo desactivo, mi sistema nervioso se relaja, pero casi nunca lo hago. Es raro estar en una videollamada y no poder verme. Me imagino un moco seco o algo que pueda avergonzarme.
Pero mi vejez se esconde detrás de estas superficialidades. Mi vejez está definida por mis heridas no trabajadas.
Observo a los viejos y a las viejas de mi vida y me observo a mi. Su vejez y la mía, la que me duele de verdad, no son las arrugas, ni las posturas, ni el color del pelo, ni la falta de coherencia o la velocidad para transmitir una idea. Es notar que lo que nos hace viejos y viejas, es la recaída constante en los mecanismos de evasión para no sentir nuestras heridas más primordiales.
Los viejos y viejas nos enroscamos en nuestros mismos hábitos cada que hay un recordatorio de que nos queda poco tiempo y que no lo hemos aprovechado como hubiéramos querido. De que no sabemos dónde poner nuestra tristeza, de que nuestros cuerpos siguen sin gustarnos o ya no funcionan igual y tampoco lo aprovechamos cuando podíamos sentarnos en el suelo con nuestros nietos, o mismo cuando fuimos nietos de alguien más.
Los viejos sentimos vergüenza no por ser viejos nada más, sino porque nunca le terminamos de entender a esto de la vida, a esto de que la vida duele, y no sabemos ni siquiera que eso que sentimos es vergüenza porque la llevamos evitando toda la vida. La peor vergüenza no es hacia los demás, sino hacia uno mismo.
Nuestros hábitos de evasión se confunden con nuestros modos de siempre. La forma en la comemos o no, en cómo nos maquillamos o no, en cómo escondemos chocolates, pornografía, amantes. En cómo no escondemos nuestras adicciones a la televisión, al celular, al alcohol, a las dietas, a procrastinar, a trabajar sin parar. Estas distracciones normalizadas que se han vuelto la manera de permanecer aquí. Además, esos hábitos ya son lo que los demás esperan de nosotros: “así soy” nos decimos, “así es él”, “así es ella” piensan los demás en mi, así que nada raro en seguir siendo lo que siempre he sido y que mal que bien pues sigo aquí.
Soy tan viejo como aquellas heridas no trabajadas que ni siquiera les llamo “heridas”.
Por eso la vejez empieza en la infancia y la adolescencia, y se acentúa con los años porque se van acumulando experiencias que reproducen las heridas primordiales y repiten las mismas formas de evitarlas.
Rechazo, traición, abandono, humillación, injusticia, no-pertenencia, inutilidad.
Soy tan viejo como el grado de evasión que reproduzco de forma automática para correr de estas heridas que tengo pero que no veo. Duele hasta el grado que no duele, por eso soy viejo.
Me paso la mano por mi cabello y las texturas de esta queratina, los colores de esta melanina, son la tangibilidad de lo inevitable.
El tiempo siempre se me ha adelantado. El tiempo siempre me hirió y en vez de darme tiempo para volver y sanar, caminé hacia adelante acumulando pequeñas muertes.
En estos mismos momentos, donde veo esto con relativa claridad, estoy a punto de matarme un poco más. Terminaré de escribir, publicaré esto, sacaré algo de mi ansiedad al compartir y al reclamarle a los viejos y viejas de mi vida que no se atienden, y dejaré de atender este llamado de potencial juventud.
Joven sería volver y sanar y no decir nada a nadie, viejo es continuar diciendo, sin hacer.