Vitiligo_

Estoy en medio de una llamada cuando algo bajo mi axila me produce comezón. Levanto el brazo y veo de reojo una manchita blanca que me hace saber que este es el principio de mi vitiligo.

Mientras escucho a la otra persona en Zoom, mi voz interna me dice: “sabías que venía y ahora ya está aquí”. Y en el mismo segundo siento una tranquilidad pasajera, como si ya se hubiera “cerrado el círculo” por saber que no hay que seguir esperando, porque ahora ya sé cual será el problema de salud que acaparará el resto de mi vida.

Me urge terminar el Zoom para ir a verme al espejo y de ahí sacar un par de citas con médicos que confirmen el diagnóstico y me digan qué prosigue. Y claro, le voy pidiendo una cita a mi psicóloga, a quién hace mucho no veo, para empezar un nuevo proceso de aceptación de la realidad.

Esto me ha pasado varias veces. Un dolor testicular como sinónimo de cáncer, un lunar que no es perfectamente redondo y que no había visto antes, un dolor en mi cuello que esconde seguramente un ganglio inflamado que habrá que biopsiar para confirmar su malignidad. Más de una vez he perdido el sueño visualizando el día de la operación y más de una vez le he escrito al internista a las 5:03 am para que me vea de inmediato.

¿Por qué siempre estoy buscando el diagnóstico que definirá mi vida justo porque la pondrá en peligro? ¿Por qué alguna parte de mí solo espera, y de alguna manera se alivia, al estar cerca del diagnóstico definitivo?

Lo raro es que últimamente me he sentido muy sano. Sospecho que ya me dio Covid dos o tres veces, pero al no hacerme pruebas, no puedo estar seguro. Lo que sí sé es que estoy fuerte. Y que si le presto poca atención a mis preocupaciones de siempre y le pongo atención consciente a los síntomas -no para taparlos sino para interpretarlos de forma empoderante- ya no me enfermo como antes. Ya no me duele la cabeza, ya no tengo reflujo y ya no me dan ganas de usar mi enfermedad como excusa para tirarme al sillón sin que nadie me juzgue y además me traigan líquidos para que ni me pare entre episodio y episodio de Netflix.

Aunque por mucho tiempo valoricé victimizarme cuando me sentía mal, ahora esa actitud me parece extraña y cosa del pasado. Agradezco a mi esposa a quien le copié la actitud que toman las mamás cuando ellas se enferman y dejé atrás la actitud de hijo enfermo que quiere que su mamá lo atienda.

De hecho, en las últimas semanas, he tenido la sensación de que mi cuerpo está como expandiéndose. Como si todas mis células estuvieran ebullendo con energía vital. Como me pasó una vez después de una profunda meditación, al abrir los ojos sentí un poder enorme, como una fuerza sexual, una potencia afrodisíaca de poder dominar toda la realidad. No sé si esto es lo que algunos llaman “despertar el kundalini”, o ese tipo de experiencias que no dudo que existan, aunque no sé como se sienten en el cuerpo.

El caso es que, en las últimas semanas, también tengo la sensación de que estas células ebullentes de energía se sienten así porque se están convirtiendo al vitiligo. ¿Porque vitiligo? Porque a alguien cercano a mí se lo diagnosticaron y ahora siento que me toca. Que me lo merezco, que es genético, que está por todas partes, y que el estrés y el miedo del futuro te lo desencadenan. Tal vez me dio comezón justo en el momento en que mi interlocutor de Zoom dijo algo que me preocupó para el futuro y mi cuerpomente lo somatiza sin que yo me de cuenta.

Pero al ya saberme el espiral automático de fantasías a las que tiendo, bien sé que la comezón puede ser otra cosa, o nada, y no dudo que en 3 y en 13 meses habrá otra enfermedad que mi mente evocará cuando tenga un dolor especial o aparezca un nuevo rash. Lo peor de todo es que ahora, hasta con las sensaciones de poder y de sentirme sano, hay una voz dentro de mí que dice: “ya estuvo bueno de estar sano”, “espero que lo hayas aprovechado”, “ahora sí te voy a agarrar”.

De alguna manera prefiero la certeza de saber lo que tengo, aunque sea malo, a la incertidumbre de no saber lo que se puede venir. Como si la peor enfermedad fuera la duda misma y no la enfermedad en sí.

Me parece que hay un término que describe esto: los “pre-vivors”. Aquellos de nosotros que sobrevivimos a una enfermedad que aún no nos ha dado. Y es que sí. Hay tantas cosas sucediendo, tantas estadísticas, tantas historias de terror con nuestros vecinos y familiares, tantos estudios científicos, tantos documentales (y tragicomedias) en Prime Video, que sabemos que nuestra suerte se acabará más pronto que tarde. Solo esperamos el momento.

Esto sucede igual, ahora veo -y por eso me sirve tanto escribir-, no solo con mi salud, sino con mi estabilidad familiar, mi trabajo, mi dinero. La sensación de que se va a caer, se va a perder, va a llegar el SAT o la COFEPRIS, se va a enfermar terminalmente. La constante sensación de que ya jugué un buen rato gratis y pronto llegará la hora de pagar. Como el diablo que nos espera en la puerta del purgatorio, que nos muestra el video de nuestra vida con todos los excesos que tuvimos y aunque tengamos a los mejores abogados, las pruebas son incuestionables.

Con este miedo de todo lo que se va a caer mañana, vivo a medias, o a tres cuartos. No puedo celebrar el presente, sentirme merecedor, disfrutar lo que sí hay. Si no estoy seguro de que las cosas buenas que tengo hoy seguirán así por siempre, no puedo saborearlas, ni sentirlas, ni compartirlas. (De hecho, esta imposibilidad de compartir es especialmente dolorosa. Porque a la gente cercana nos hemos acostumbrado solo a compartirles lo que nos duele y preocupa, mientras que a los extraños de Instagram les presumimos lo chingona que es nuestra vida, espejeando círculos de escasez a los tuyos y círculos de alegría perenne a los extraños. Estoy seguro de que nuestra vida cambiaría radicalmente si invirtiéramos esta ecuación: esforzarnos por dar nuestra mejor cara a las personas con las que dormimos o con las que compartimos apellido y oficina, mientras que a los extraños, les mostráramos de vez en cuando que nuestra  vida no es perfecta y pasamos mucho tiempo preocupados por nuestro vitiligo, cuenta bancaria, cintura, envidias, rencores y las piedras atoradas en nuestras vías urinarias o el corazón).
(Es curioso, pero le echamos más ganas a maquillar nuestras caras y nuestras selfies para postear al mundo, que a preparar nuestras palabras y gestos con los que compartimos la mesa).

Pero vamos de regreso con el diablo que me espera pacientemente en el purgatorio.
Porque yo soy el que ha perdido la paciencia. Y en la prisa con la que vivo, en la necesidad de resolver para tener mi salud (fisiológica, económica, reputacional) asegurada para siempre, solo brinco de momento en momento. Como flotando por encimita de mi vida. ¿Será que esa sensación afrodisíaca de poder controlar toda la realidad solo sucede en una meditación donde no hago nada y solo me contento con el espectáculo del mundo? ¿Será que el verdadero “control”, o al menos lo que se siente como control, es la paciente y respirada atención de darme cuenta de que la cosa es incontrolable?

¿Qué le digo a mi vitiligo, a mi cáncer, a mis cánceres? ¿Qué le digo a todo lo que anuncia mi aniquilación?

Qué no tengo ni la más remota idea.

Sé que todo cáncer empieza con una comezón, o un rash, o una bola. Y al mismo tiempo sé, o creo, que estar buscándolas todo el tiempo las puede producir.

Tu miedo al cáncer produce cáncer, tu miedo a la bancarrota produce bancarrota, tu miedo a la gordura produce gordura, tu miedo a estar solo, te hace estar solo, tu miedo a envejecer te envejece y tu miedo a la muerte te mata. Bueno, ésta última siempre sucederá hagas lo que hagas. Escribas lo que escribas. Postees lo que postees.

Las enfermedades auto-inmunes como el vitiligo se caracterizan porque el cuerpo, o más bien el cuerpomente, se ataca a sí mismo. El hombre es el lobo de sí mismo. Y la mayoría de las veces el lobo no se percibe como lobo, porque siempre ha sido así. Un preocupón, un paranoico, un hipocondríaco, un animal que solo pronostica mal clima. Y claro, como una de tantas predicciones es atinada, se tiene que creer todas. Acostumbrando a su cuerpomente a creérselas de forma automática sin intervención de nadie.

Quiero ser como “la niña que gritó lobo”, pero al revés. Es decir, que yo sea el que no me la crea cada vez que grito “¡lobo!”.

Lo peor de todo es que estas elucubraciones no las puede confirmar ni desmentir ni el mejor doctor, ni el mejor chamán, ni el mejor profeta. Siempre viviré entre las certezas e incertezas de la causa-efecto de la enfermedad, el efecto nocebo y mi propia cordulocura.

Pero ahora estoy de buen humor. Me gustó la analogía del lobo y me dieron risa las caricaturas que hacemos de nosotros mismos. Entonces puedo terminar con una nota optimista.

Si la vida no es más que preguntas sin respuesta, pues que vengan las dudas. Porque igual ya sé que la repuesta solo llega con la muerte.

Así que esto es lo que hoy le digo a mi vitiligo: “Como no sé si ya estoy muerto o esto me matará (duda), significa que estoy muy vivo”.

Esta pregunta, esta afirmación inventada, hace que mis células se sientan ebullentes de energía. Invencibles, como dicen que se siente cuando se te despierta el kundalini.

Victor Saadia