Se vende_

El cajón de la abuela tenía siempre lo mismo. Pasaban los años y siempre encontrabas lo mismo: un paquete de Carmex, un paquete de palillos plásticos para quitar la basura entre los dientes, un bonche de antifaces.

En el cajón del abuelo había monedas, recibos de pago del mantenimiento y lentes viejos. De sol y transparentes.

Frente a estos dos cajones: El mar.
No solo en los ojos sino en la boca y la nariz. En la humedad de la piel. La sal que lo permea todo y hace viejas las televisiones, descompone el aire acondicionado -un día explotó mientras caminaba junto al termostato-, y reseca la piel sobre la que nos poníamos bloqueador solar. La piel de la abuela siempre fue suave.

El piso se pisaba descalzo. Siempre un rastro de arena que subía en las toallas, los visores de la alberca, entre las uñas de los dedos. La arena, como la sal, siempre presentes en esos días y noches de dicha familiar.

Los desayunos eran lentos. A veces el abuelo desayunaba antes que todos, a veces nos esperaba. Junto a su plato, las pequeñas bolsitas que fungían de pastilleros con unas preciosas etiquetas que decían: “mañana sr.”,mañana sra.” Se tragaban las pastillas intercaladas con el huevo en salsa pasilla, los chilaquiles, la papaya del final.

La sobremesa no era en la mesa sino en el sillón de la terraza. A veces, parados frente al barandal del balcón, el abuelo me preguntaba cómo estaban las ventas, cómo cerrábamos o abríamos el año. Él me hablaba del dólar, de Liverpool, de las tendencias del mercado, de cómo hoy ya no es igual que ayer. Nunca una plática de retail me significó tanto, tantas veces.

De pronto, alguien prendía la bocina. Arno Elías cantaba: “Amor Amor”. Y la abuela, desde su silencio, tarareaba la melodía del ayer con toda la fuerza del hoy. Amor, Amor. Era más que un tarareo.

Amor por la vida. Amor por la música. Amor por estos abuelos jóvenes que sintieron sus cuerpos envejecer frente al mar. Envejecieron junto al mar, con el mar y por el mar. La sal y la arena siempre presentes.

El jeep nunca prendía, pero el abuelo se las arreglaba para arreglarlo cada viaje. Y en medio del sol del mediodía se vestían en galas veraniegas, y sin invitar a nadie, se iban manejando por la costera cantando canciones de nostalgia y rebeldía. Como cuando tenían 20, y luego 30, y luego 40, y luego 50, y luego 60, y luego 70 y luego 80.
Él la tomaba de la mano, siempre la toma de la mano, y le decía con el tacto y con la voz: te amo.

Se detenían en el hotel Elcano, o en Las Brisas, y pedían un vaso de champán, unos camarones con salsa de cóctel y no hablaban nada. Las memorias lo hacían por ellos. Estos dos siempre fueron una pareja que soñaba hacia atrás pero también soñaba hacia adelante. Sueñan, hacia adelante.

Luego volvían a casa. El abuelo jugaba backagamon con los vecinos, los dejaba ganar. La abuela reposaba frente al mar. Ella siempre supo que merecía el mar. Y lo tuvo.

Para la comida había siempre dos opciones. Mojarras en casa o paella en el restaurante de la escénica. El valet nos conocía. El de la recepción también. El del bar. Los meseros. Hasta la cajera.

Yo mi reposado, los abuelos el Don Julio 70 congelado. La ensalada Norberto, los bolillos tostados, los callos de hacha. Y después, la reina de la tarde: el arroz quemado con dejos de camarón, de conchas olvidadas, de azafranes frescos. Es para mi imposible separar mi sentido de quién soy sin esa bola alimentaria pasando por mis papilas acompañada de un tinto medio frío. Frente al mar. Frente a mi familia. En el tiempo.

Regresaba a casa medio mareado por las curvas de la bajada, por la bajada de la botella, del brownie con helado y por el mareo que produce la intensa felicidad. El abuelo y yo reposábamos con la panza de fuera frente al televisor. Las niñas preparaban su baile y fuimos viendo como las coreografías iban cada año aumentando en complejidad. El abuelo las veía como si fuera la primera y la última vez. Como lo hizo sesenta años antes viendo a sus hijas bailar frente al mar, como lo hizo treinta años antes cuando veía a las hijas de sus hijas bailar, como lo hizo en los últimos años al ver a las hijas de las hijas de sus hijas bailar frente al mar.

En las mañanas de año nuevo, en vez de hablar de Liverpool, el abuelo sacaba un texto reenviado en su WhatssApp que hablaba del Dios de Spinoza. El abuelo nunca leyó mucho, pero leía este texto como si él mismo fuera Spinoza y se inventaba el Dios que todos queremos. El Dios que sale de los templos lúgubres y oscuros, y que habita en las montañas, los bosques, los ríos, los lagos y las playas. El Dios que le pide a sus súbditos que dejen de leerlo en supuestas escrituras sagradas y lo lean en un amanecer, en un paisaje, en la mirada de sus amigos, en los ojos de sus hijos. Un Dios que no quiere que le teman, que no castiga, que sabe perfectamente cómo hacer su trabajo. Que lo escuchen en la voz de la esposa que tararea Amor Amor.

El abuelo siempre fue pragmático, un comerciante de la calle que nunca planeó nada, y desde que le dio el anillo a la abuela, si es que hubo un anillo, se aventaba al mar de la incertidumbre y lo recibía el mar de la abundancia. No sabía muy bien cómo, por eso nunca me dio recetas de cómo vivir, siempre respetó mi pelo largo y mi trabajo remoto, y más bien, seguía compartiendo conmigo lo sorprendido que estaba porque el mar le seguía dando tanto. Yo tomaba notas mentales para no olvidarme de estas lecciones de viejo, pero ahora las siento como la arena y la sal. Siempre presentes.

En las noches el abuelo ponía sus películas violentas a todo volumen. La abuela visitaba la cocina medio desubicada, pero todos conveníamos de regreso en el sillón para ver alguna película decembrina. Las travesuras de Mi Pobre Angelito serán siempre un ritual para recordar el presente. El cuidado de estos abuelos generosos, la risa de estas niñas ingenuas, los abrazos que mi mujer le da a sus abuelos que son también sus padres, y las lágrimas de este hijo, padre y nieto que soy. Todo al mismo tiempo.

Se vende ahora el departamento de Acapulco. Los nietos buscamos la forma de darle continuidad. Pero no podemos buscar en el espacio lo que se ha perdido en el tiempo. Los huracanes y terremotos no son errores de la vida. Son la vida misma. Y estos nos mueven, nos envejecen, nos piden que cambiemos con el tiempo. Por eso decía Spinoza que Dios está en las montañas, se mueven a un paso mucho más lento que las vidas humanas.

Se vende el departamento que tanto nos dio.

Me detengo aquí para llorar un poco. Para ver al abuelo llorar. Para ver a la abuela llorar. Para ver a mi esposa que llora con este sol que se pone en el horizonte. Los atardeceres constantes nos insistieron con su belleza que los ocasos no son errores de la vida. Son la vida misma.

 

De pronto, en la bocina suena Arno Elías. El amor me sabe a sal. El amor se siente como la arena. Quema, corroe y raspa. Pero también, mezclada con el agua de estas lágrimas, es la que constituye los sueños de esta familia que sueña hacia atrás y también hacia adelante. Siempre, hacia adelante.

El escrito de Spinoza concluye así:

“¿Para qué necesitas más milagros?”

“¿Para qué tantas explicaciones?”

“No me busques fuera, no me encontrarás”

“Búscame dentro, ahí estoy, latiendo en ti”.

 

El mar del departamento 301 Torre 2 siempre estará dentro de mí.

Victor Saadia