No me mires, hombre

Una compañera de clase me confesó una vez que una de sus actividades favoritas era ponerse una burqa y salir a caminar por las calles de su ciudad. Ella no era musulmana. Y ese era precisamente el punto.

Ponerse por un rato la piel de alguien más y percibir la forma en la que otros transeúntes y automovilistas te perciben y te tratan. Si eres hombre, vestirte de mujer. Si eres blanco, cambiar tu piel por negra. Si eres bien arreglado, caminar con ropas raídas o tirarte en la esquina de la calle y esperar a ver qué pasa. Últimamente me he puesto a pensar en cómo cambia la experiencia de una mujer que se cambia de sexo al ir a un baño público.

Ahora me doy cuenta que imaginar este ejercicio es también un privilegio de ricos.

Al menos en mi encarnación de esta vida en la que usar el transporte público o hacer lavandería son más actividades turísticas que domésticas, no sabré, ni puedo pretender saber, lo que se siente nacer, crecer, vivir y morir en la piel de otra persona. Pero cómo me gustaría. O más bien: cada vez siento que lo necesito más.

Vivir mi vida sin burqa ha sido muy cómodo. Mi experiencia como hombre, como blanco, como rico, como alguien que tuvo el privilegio de ir a la escuela, de que sus padres estuvieran presentes, de no sufrir violencia o abuso, de que todos sus problemas siempre son un tema de inmadurez emocional y no de carencias materiales ni sociales.

El problema de la comodidad es que muy rápidamente se siente natural. Y por eso la continuamos naturalizando. Como nunca he usado burqas, mi realidad se ha vuelto la realidad. “Así se debe de sentir cualquier persona”, pienso yo. Pero no. Mis privilegios y confinamientos me invisibilizan los demás mundos que existen.

O como dice Paul Preciado: “cuando socialmente no percibes la violencia, es porque la ejerces”.

Me duele admitirlo, pero ejerzo esta violencia al vivir apropiado de mis privilegios. Como si estos no fueran producto de la mera casualidad de haber nacido donde nací.

Es como cuando los antropólogos van a estudiar a las tribus amazónicas o africanas. Las estudian desde sus propias categorías occidentales, desde sus propias concepciones de la realidad y desde las formas estratificadas e inflexibles de cómo es posible o no la organización de la comunidad o su relación con el entorno, o con dios. Pero lo que sucede es que siempre los antropólogos se terminan viendo a sí mismos a través de las danzas, dialectos y aparentes ritos infrahumanos que documentan con sus iPhones. Por más que lo intentan, su cognición no les permite conocer al otro desde el lenguaje del otro.

Por eso un hombre no sabrá lo que se siente ser una mujer que no es vista, o solo es vista a través de su escote. Lo puede imaginar, pero no saber. Por eso es fácil condenar al limosnero de la calle o al joven drugdealer o al sicario que recientemente encarcelamos. Desde nuestra cognición, ellos son inherentemente anormales y por lo tanto malos o inferiores por naturaleza. Como las bacterias a las que llevamos otreando por siglos, pensando que estamos separados de ellas.

Pero no se necesita demasiada capacidad intelectual para saber que, si yo hubiera nacido en esa favela, también traficaría armas. Si me hubieran violado de niño también sería violador. 

Si hubiera nacido donde nació ese niño también estaría limosneando con plátanos fritos a diez pesos en la gasolinera. No se necesita demasiada inteligencia para saber esto, solo un poco de fingida humildad.

Fingida humildad porque no pude soportar la mirada de un hombre indigente que estaba sentado en la calle con su esposa y dos hijos. Él me veía, yo me veía. Pero no lo pude ver a él.

No me mires, hombre. No me hagas tener que quitarte mi mirada y disminuirte y disminuirme. No me hagas tener que acelerar el paso para pasar a tu lado tratando de evitar las preguntas de mi hija sobre ti. Esconde la muñeca de tu hija, no quiero que mi hija la vea y quiera ir a jugar con ella. Desaparece por favor.

O tú, mesero, por favor dame la mesa de la izquierda porque la de la derecha ve directamente a la familia sentada en la calle. No quiero que arruinen mi cena.


Dicen que los que viven después de que un familiar muere por enfermedad pasan la vida con culpa del sobreviviente. En estos momentos, tengo culpa de estar vivo. De estar desayunado. De estar preocupado porque no me han contestado un WhatsApp. Culpa por la vida que me tocó en el sorteo aleatorio de almas antes de encarnarse.

Por eso no puedo contestarle a mi hija cuando pregunta qué hace una familia, como la de ella, con una muñeca, como la de ella, tirada en la calle. Si le digo algo, estaré equivocado. Si no le digo nada, estaré equivocado. Mejor aceleremos el paso para no ver, para no dar tiempo a las preguntas y naturalicemos, por otra generación más, las respuestas de siempre.                                                                                

Pienso en la gente de Ukrania o de Rusia. O de Siria. O de la colonia Palo Alto que colinda con mi casa de Bosques de las Lomas. ¿Qué habrán desayunado? ¿Qué mensajes de WhatsApp les han dejado de contestar? ¿Cómo se sienten sus burqas?

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Yo no me gano mi burqa escribiendo esto. Siempre estaré en mi piel. Y no quiero expiar mi culpa. Tampoco quiero redención. Ni quiero fingir saber porque son así las cosas.
Lo único que quiero es que el hombre sepa que estoy tratando de vivir mi piel sabiendo que hay miles de pieles más.

Y escribo esto, trato de sentir esto que escribo, para la próxima vez que lo vea -está en cada esquina- trataré de agradecerle por verme a los ojos.

Victor Saadia