El Empresario_

Desde muy chico me dijeron que tenía que ser empresario. No mis papás, bueno, sí, pero no directamente, sino más por pertenecer a esa cultura de judíos inmigrantes que tuvieron que hacerse de sus negocios, primero para sobrevivir, luego porque había que crecer. Desde que iba en primaria, casi todos los papás de mis amigos eran dueños de su propio negocio, así que no me lo pregunté, solo supuse que así tendría que ser.

Abrí la empresa a los 23, me comprometí para casarme seis meses después. A los 25 hice una cena de lanzamiento en la residencia oficial de la embajadora británica en México. Carlos Mota, un reconocido periodista, cubrió el evento y publicó una nota sobre mi en el periódico como una joven promesa de los negocios. A esa cena vino también Toño Esquinca y me invitó a su programa para hablarle a la muchedumbre mientras él no dejaba de fumar en su cabina de dos por dos en Alfa 91.3

Me la creí. Me creí eso de ser empresario. De ser una promesa.

Recuerdo escuchar a los esposos de mis amigas, tres o cuatro años mayores que yo, hablar de lo difícil que eran los negocios, del tipo de cambio, del gobierno, de la putiza que se estaban metiendo, de que no les alcanzaba para nada, mientras planeaban su viaje a Miami y le compraban bolsas de marca a sus esposas.

No es tanto pedo”, me decía yo - parte con confianza en mí porque me empezó a ir bien desde el principio, parte por arrogancia por no ver el privilegio que ya tenía y también porque a esas alturas el negocio aún no era una empresa, pero sobre todo por desconocimiento: hacer empresa no es fácil.

Pasó el tiempo y pasó lo que tenía que pasar. Viajé a varios lugares, tuve skypes en inglés, congresos, visitas al SAT, al notario, al IMSS, al banco, a Office Max. Un empleado se subió a su silla y cortó la cámara que filmaba su escritorio para después meter dinero en su cajón, otro pidió depósitos en su cuenta del OXXO, otro, nunca supimos quién, se metió a la oficina, rompió la caja fuerte, robó los cheques, falsificó mi firma y vació la cuenta. Otros se fueron y nos robaron la base de datos de clientes, de proveedores, el menú de servicios.  

Pasó lo que tenía que pasar.

Un nuevo competidor me habló un día antes de abrir su empresa con la cual nos iba a competir y me dio uno de los peores ataques de ansiedad. En la noche estuve a punto de irme al hospital porque el reflujo en el esófago se sentía como un infarto al miocardio. Otro competidor, alguien de mucha lana y prestigio en la sociedad, me sentó a mis 27 años y me dijo que lo que yo estaba haciendo era ilegal y que iba a cerrar mi empresa. Saliendo de esa junta tenía yo un masaje agendado que no cancelé y me acuerdo que la masajista, al ver cómo me contorsionaba durante el masaje, percibió que algo muy macabro estaba sucediendo en mi interior. Como si un alacrán de veinte patas me estuviera comiendo por dentro.

En mi aniversario de cinco años de casado, el primer viaje solos en mucho tiempo, tuve tres días de ansiedad en la playa. No me sabía ni el tequila, ni el sexo, ni la comida, ni el amor.

Otro día, aterrizando en Nueva York para otra oportunidad de viaje solos, apenas permitió el piloto prender el teléfono me entró una llamada que decía que la empresa que representaba estaba a punto de tronar. Unos meses después, el inversionista que la rescató en ese entonces se echaba para atrás y me informaba por skype un lunes a las diez de la mañana, que en dos días la empresa cesaría de operar, ahora sí de verdad. Miles de clientes se iban a quedar sin una empresa que se hiciera cargo del servicio que les habíamos prometido.

Aún noto mi sistema nervioso prenderse cuando camino en las calles aledañas a la oficina donde pasé largas horas en el teléfono, o en silencio, contemplando el abismo. Aún me encuentro gente en la recepción del edificio o en el elevador y trato de ver si es personal de Cofepris que viene a inspeccionar nuestro espacio o a ponernos una multa. A veces, nada más al ver que tengo un mensaje de voz de alguien de la oficina, me pongo en zona 3 cardiovascular.

Mis primeros años como empresario, o emprendedor, o tal vez solo jefe de un pequeño grupo de personas, era yo una persona hermética. No confiaba en nadie, no confiaba en mí, no confiaba en la vida. Todas mis ansiedades me las llevé para dentro, mantuve gente en el equipo por miedo a confrontar su salida, les grité en juntas y los humillé enfrente de los demás, y con los que me caían bien me la pasaba platicando, sin exigirles números, horarios, responsabilidades de verdad. Después, con mi trabajo interno, me volví más abierto, más confiado y me enfoqué en buscar buenas relaciones en el equipo. Hice de terapeuta, de sanador, y si bien es un enfoque que me gusta mucho más, aún me faltó ver que yo era también causa de los problemas entre las personas. Al ponerme de mediador, generaba yo un triángulo de flujo de información, a veces de chismes o de desahogos, en vez de posibilitar que cada persona  aprendiera a relacionarse de forma franca y directa. Cuando el mediador está implicado en el resultado de lo que quiere mediar, sus miedos hacen que deje de ser un mediador y se vuelva otra pieza que complica el rompecabezas.

Además, y esto es algo que aún me aqueja, no aprendí a hacer planes. Nunca hice estructuras, reglas, procesos, por lo que cada nuevo problema era atribuido a una falta de actitud o de ganas de las personas, en vez de a una responsabilidad empresarial por acomodar las cosas en su lugar para que no se cayeran a cada rato. Mi justificación era que la gente no quería, pero realmente no había de mi parte una dirección clara.

Mi miedo inherente y constante, aquel que empezó al escuchar a los esposos de mis amigas decir que los negocios eran difíciles, se refrendó cada vez que pasaba algo delicado y yo no sabía donde acomodarlo.
El miedo me hizo salir de muchas crisis, o más bien de bajones, pero después se volvió el modus vivendi y el modus operandi del líder, y por lo tanto de su equipo.

El enfoque era la sobrevivencia, llegar a la quincena.
El enfoque era correr de lo incómodo, tanto para los problemas pasajeros como de lo incómodo de realmente sentarme a planear, a estructurar y a atreverme a diseñar el futuro en vez de solo reaccionar al presente.

Algo que aún me cuesta trabajo creer es que tengo 16 años llevando los números de la empresa con el mismo Excel que empecé a usar cuando yo era el único empleado. La empresa creció, los productos, los clientes, los proyectos, y yo me quedé con la misma forma de costear y cuantificar todo. Miedo a ver la verdad, a pensar en el futuro, a soltar el control, a hacerme cargo de que hay cosas que no sé hacer.

Una imagen para ilustrarlo: mi primera contratación no sucedió porque el candidato de 35 años, 10 años mayor que yo, alto, guapo, con un maletín de visitador médico que me hablaba de tablas de desempeño, de estratificación del target, de materiales de venta, era demasiado para mí. Le dije que lo llamaría y nunca lo hice. Esa intimidación, esa idea de no ser suficiente, se quedó. Se quedó en que nunca armé un consejo de administración que pudiera criticarme. Se quedó en muchas cosas más.

Pero hoy me siento fuerte. Hoy estoy cambiando el miedo por amor, o por esperanza, o por confianza, o por esa serie de emociones que me hacen sentir que todo va a estar bien. Porque, a pesar de todas esas cosas que tenían que pasar, o más bien, gracias a todas esas cosas que pasaron, hoy estoy aquí y todo ha salido bien.

Pero tengo que decir la verdad antes de aventarme a ese amor y confianza:
Esta fuerza que siento viene de lo que otros me dieron. Y me lo dieron en el momento más necesitado.
Mi esposa se pudo enojar en esos viajes que no fueron viajes, pero no me juzgó. Me cuidó.
Un día, literalmente me recogió del piso de la calle donde yo estaba con el peor ataque de pánico de mi vida. Era el 3 de enero de 2019, me subió al coche y me hizo ver, otra vez más, que cuando todo parece perdido, todo puede estar perdido, ella iba a estar ahí conmigo.

O Gaby, en otro momento –que de hecho había renunciado unos días antes porque no estaba segura de qué hacer con su vida- entró a mi oficina donde yo llevaba días encerrado viendo videos de ajedrez porque no sabía donde poner mi ansiedad, y me dijo con palabras, con actos, con la fuerza del equipo que reunió en ese espacio de guerra, que nada estaba perdido, que yo no estaba solo y que juntos íbamos a levantarnos. Gaby sigue aquí más de media década después. Las personas de ese cuarto, de varios cuartos que tuvimos similares después de grandes problemas, siguen aquí: Alberto, Itzel, Norma, Julio, Jonathan y tantos más. A veces yo les doy la fuerza, pero cuando la pierdo, ellos son los que me la dan.

Hace unas semanas surgió un conflicto en la empresa muy similar a otros del pasado. Realmente no importa el caso particular porque lo que quiero decir y hacer aplica para todo tipo de problema. Me volqué a las mismas ideas, emociones y desconfianzas de siempre. Casi me dio un ataque de ansiedad, o sí, mejor decirlo, sí me dio un ataque de ansiedad hecho y derecho, porque mientras recogía a mis hijas de una fiesta de cumpleaños y los papás de sus amigas me venían a platicar, yo me fui al baño al menos cinco veces en menos de 30 minutos para respirar y mover mi cuerpo. Luego, enfrente de la mamá de una amiga de mi hija, le grité a mi esposa. Ataque de ansiedad hecho y derecho.

Por suerte, o porque así es la vida, como se me ha comprobado miles de veces, a los pocos días un hombre me habló de entrar a la vida desde el corazón. Me lo dijo con el corazón más que con palabras, y con solo esa invitación me di cuenta  otra vez que estaba pensando en la empresa, en ese conflicto, en cada una de las personas implicadas, desde esos miedos añejos que simulan ser nuevos.

Esta vez es diferente” me dice el miedo cada vez que me visita. Pero el corazón sabe que es el mismo de siempre.

El miedo dice: eres el mismo, las cosas son las mismas, la gente no cambia.
El amor dice: siempre hay opciones y no es igual que antes.

No sé como seré en 16 años. No sé como seré en seis meses, porque el viaje continúa. Esta es una pausa de reflexión, de resignificar, de perdón inclusive, así como de sanación. Pero no la tengo resuelta. Soy empresario porque estoy en el proceso, y no se termina de estar en él. No se termina de ser el proceso.

Mi mayor deseo para mi y para mi empresa, es que notemos el miedo cuando nos visite. Que le demos su espacio, y luego podamos decidir desde lo desconocido para lo desconocido, desde un lugar de mayor presencia.

A los 24 años, cuando no sabía nada, pero se veían éxitos desde afuera, me nominaron a un premio que se llamaba Entrepreneur of the Year. Me tomaron fotos y me invitaron al hotel Four Seasons a la premiación. No gané, hoy no ganaría tampoco, pero siempre soy el emprendedor del año, porque siempre estoy emprendiendo en ese año en particular.

Lo legal se aprende, lo fiscal se aprende, lo comercial se aprende, lo técnico se aprende. O se contrata a gente que lo sepa hacer. Pero la navegación emocional no se aprende, es decir, no se controla. Depende de cada día, de cada año, de cada minuto, poder tocarme el corazón, o la parte del cuerpo que sea que me recuerde que no estoy solo, y que, por mucho, siempre, tengo mucho más de lo que creo haber perdido.

Ahí es donde ocurren las buenas ideas, las buenas personas, los buenos proyectos.

Agradecerle al miedo que me ha hecho El Empresario. Y que mañana, seré otro.

Victor Saadia