Qué Admirable_

 
 

Hay un haiku de Basho que resume lo que quiero sentir en mi vida.
Un haiku es un poema sin rima de tres líneas que viene de Japón y Basho es uno de sus mayores exponentes. Algo así como el Walt Whitman en la poesía americana.

Cuando Marión tenía menos de 72 horas de haber emitido su primer sonido en esta caja sonora verdiazul, me acosté desnudo en mi cama y fungí de cama para su cuerpo desnudo que descansaba, toda ella, en mi pecho que subía y bajaba.

Hay una foto de ese momento. Una foto que al calce escribe el haiku de Basho, pero no tengo que verla para acordarme de su piel con la mía, ni de lo que dice ese poema, ni de lo que me hace sentir.

¡Qué admirable!

Ver un rayo, y no sentir

que la vida se escapa

 

Me imagino a mis tres hijas en unos años, con su pelo largo, sus tacones, sus jeans. Las imagino imponentes, altas, con la frente tornada al cielo blanquiazul y sus bolsas de marca colgando sobre su codo mientras caminan con firmeza hacia algún lugar certero.
¿A dónde se dirigen estas mujeres? Tienen hijos e hijas que caminan tras ellas, en sus brazos, los levantan a veces en sus hombros, como yo las levanto para ir de la cama al desayuno.

A menudo me quejo con mi esposa por dejar dormir a mis hijas en nuestra cama, lo que hace que tenga que llevarlas a la suya para yo caber en la mía. Pero ese momento en el que las cargo dormidas, cuando su cabeza descansa en mi hombro y yo bajo las escaleras cobijado por la luz blanquinegra de la noche, en cada escalón, les susurro al oído que las amo y que no dejaré este cuerpo sin haber sentido lo que se siente cargar la vida y que la vida te cargue mientras flotas escaleras abajo.

¿Cuál es esta insistencia mía de querer agarrar en mis manos ese momento para que dure para siempre? ¿Cuál es esta insistencia mía para que nunca me olvide de esto?

Bajo las escaleras, 4 o 5 segundos, pero la eternidad sucede ahí. Las abrazo con fuerza para después posarlas bajo las sábanas con soltura, con desapego, con la calma de alguien que entrega algo que desde el principio supo que aquello le fue prestado.

Ya me veo en 30 años, cuando en un viaje, en un hotel del otro lado del mundo, Tokio o Jakarta tal vez, escuche en el bar una de esas canciones que compartíamos cuando las tallas de su ropa eran de un sólo dígito. 
Me veo saboreando la temperatura de un whisky color ámbar, un hielo en proceso de derretirse, observando de reojo mientras bebo, los pocos mililitros de un vaso que está por terminarse. Saboreo con la lengua y con los oídos las canciones que vienen de las bocinas ilocalizables.

Country Roads de John Denver me viene a la mente y Lovely Day de Bill Withers, y observo el vacío, es decir, mis memorias, y bailo sin moverme en esa cadencia 30 años después. Y observo en un flashazo las vidas de mis hijas desenvolverse, como un rollo de plástico se desenvuelve de su tubo de cartón.

De pronto veo bailar a mis niñas que ya son abuelas, tienen arrugas en la cara y sonrisas en sus manos al levantar a mis bisnietos.
Me veo de 8 años, parado junto de ellas, observándolas con la cara hacia arriba, desde la perspectiva en la que los niños ven a los adultos.

No me lo espero, pero mi hija se acerca a mí, ahora tiene 30 años y es bella como la noche, y yo sigo con unos pants de talla unidígito. Se acerca con la elegancia de sus tacones y sus jeans, y su bolsa de marca, y me toma en sus manos, y me levanta del piso, y me hace bailar en sus hombros como cuando ella posaba su cabeza en los míos al bajarla por las escaleras.

Ella sabe que soy su padre, que ahora cobija como a su hijo, y me baila por el salón, porque se acuerda de cuando ella era recién nacida y yo la bailaba en el salón y el comedor y la cocina.
Ahora recuerdo con el cuerpo cuando mi padre me bailaba a mí, y cuando mi madre me dormía sobre su pecho donde sigo cabiendo.

Hace unos años, salimos de una playa pública cargando toallas, sombrillas, carreolas y a tres niñas que no se querían ir. Había sudor, enojo, cansancio por todo lo que implicaba mover a una familia de un lugar a otro. En eso, unos señores canosos a unos metros de distancia, con la mirada o la voz nos dijeron lo que darían por volver a vivir esos momentos con sus hijos. Lo que darían por sudar ese sudor y enojar ese enojo, y por necesitar 50 minutos para subirse al coche sin olvidarse de nada.  

Tengo nostalgia de las pocas ocasiones que tendremos donde otros viejos nos miren así. Nostalgia del viejo que ya soy, me miro con sus ojos, me bebo el whisky del futuro.

Me acuesto a leerles cuentos y Lara me toma la mano y la acaricia. Siente los surcos de mis manos, mis nudillos, los vellos que le pican su palma cuando la posa en mi contrapalma. ¿Qué le dirán esos vellos de mi mano de las que sus ojos no se acordarán, pero su mano nunca olvidará lo que se siente la mano de su padre?

 

Qué admirable, dice Basho, digo yo, dice Dios, dice el tiempo.

Ver los rayos tronar en el cielo y desaparecer en un instante.

 

Qué admirable sentir estos vellos, minúsculos e imperceptibles, y no sentir

         que la vida se nos escapa.

 

Escribo para recordar la sombra de la luna colarse entre la pared y la cortina e iluminar con su línea eterna la faz de esta niña que duerme sobre mi pecho.

Escribo para seguir fluyendo en la elocuencia del aliento caliente que sale de su nariz y calienta mi corazón que sube y baja, y nos hace latir. Escribo para que los grillos de la noche y los pájaros de la mañana sigan haciendo vibrar esta caja sonora donde respira el infinito, donde este cuarto está tan vivo y siempre lo estará, aunque yo me esté quedando dormido.

Escribo para que a estas palabras muertas se las lleve el viento, y venga el rayo y las convierta en luz.

 

Ahora mi nieta se aparece a mi lado mientras ando sentado en una banca de un parque del futuro. Yo tengo más años, ella tiene pocos, me voltea a ver con ojos abiertos de curiosidad y pregunta: ¿quién eres?

En eso, me convierto en niño. Empieza a llover y el cielo truena. Observo el rayo que aparece y desaparece. Escucho el trueno retumbar en esta esfera que apenas dura y la miro directamente a los ojos.

Ahora,

los dos volteamos a ver el cielo que se acaba.

Qué admirable.

 

 

Victor Saadia