Piloto Automático_

Todos hemos visto los comerciales que calculan las veces que te quedan para estar con tus papás. Si tienen 65 años y los ves una vez a la semana, te quedan 1,560. Si los ves una vez al mes, te quedan 360. Y eso si estimas que vivirán hasta los 95 y que podrán reconocerte cuando lleguen a esa edad.

Todos suspiramos al ver el comercial y escuchar el piano de fondo mientras imágenes de infancia pasan una tras otra:  El balancín a los cuatro años, el flashazo del día que te caminaron al altar, cuando se fueron de vacaciones al velero, las graduaciones, los soplados de velas en el pastel.

El anuncio siempre culmina con un “te quiero, papá”, o “te quiero, mamá” y aparece la fecha de la próxima venta nocturna de Liverpool o la página web para que compres tu seguro médico.

Recuerdo la primera vez que intenté decirle “te quiero” a mi papá. Al menos el primer “te quiero” consciente y voluntario, pronunciado con todas sus letras y sin un catalizador de los usuales como una despedida, una cirugía o un susto reciente.

Yo era adolescente y era un martes cualquiera por la noche. Mi papá estaba acostado en su cama antes de dormir y yo a punto de irme a la mía porque al día siguiente había clases.

Se me atoraron las consonantes en la lengua.
Lo dije demasiado bajo y demasiado rápido, y no sé si me escuchó.
O tal vez sí me escuchó, pero él tampoco sabía cómo reaccionar o estaba dudando de lo que dije mientras yo salía de su habitación con una mezcla de vergüenza y perplejidad al no haber anticipado que un “te quiero” pudiera ser tan difícil.

Por supuesto que nos queremos. Nadie tiene duda de que sus hijos lo quieren, de que sus padres lo quieren, y aún, decirlo es demasiado difícil.

Porque lo difícil no es decirlo, lo difícil es querer.

Querer algo que se va a morir en cinco minutos.

Hace unas semanas platicaba con una amiga sobre el viaje que hizo su mamá para estar con ella unos días. Nos dimos cuenta de que cuando estamos con nuestros papás, contamos los minutos para que se vayan.

Pero esto no es tan grave. A veces como abuelo también cuentas los minutos para que tus nietos se vayan. Como me dijo una vez mi vecina: el mejor momento del día es cuando llegan mis nietos y el segundo mejor momento es cuando se van.

Pues sí. Porque con los papás, con la familia tal vez, es donde se viven todas las emociones humanas, a veces al mismo tiempo. Y esto es muy cansado. Por eso, estar con los papás, con la familia, es el momento en el que tu piloto automático ha aprendido a entrar y a funcionar a la perfección.

Se abre la puerta de la casa, o suena el teléfono, o vamos a comer, y tu cuerpo sabe perfectamente moverse,  dónde poner la mirada, qué decir, y pasar dos, tres, cuatro horas sin estar realmente ahí.

En mi caso han sido 20 años de calibrar el piloto automático para navegar por encima de muchas emociones. Emociones de inferioridad ante las opiniones que puedan tener de mí. Emociones de necesidad de atención que quiero para mí, pero no quiero dar a alguien más. Emociones de hipersensibilidad para tratar de sostener la cordialidad entre todos, para que no haya miradas matadoras o suspiros de víctima.

También emociones de ausentismo, aunque esas cada vez han incomodado menos porque el piloto automático entra siempre a tiempo: la desesperación de ver a mis padres en su propio piloto automático, la impotencia al ver su fragilidad y sus puntos ciegos, el enojo por tener tan de cerca la muerte y la soberbia de creer que tengo la respuesta a cómo pueden vivir más.

En la mesa de la comida familiar están todos los platillos de las emociones humanas, pero también el refinamiento sutil y constante para pasarlas de largo y esperar a que termine el día. Usualmente, dejamos muchas cosas en el plato.

Después, pasa el tiempo y el tiempo hace lo que sabe hacer.

Por un lado, tu papá no quiere mostrarse vulnerable frente a ti porque no quiere que sufras. Por otro, tampoco quiere sentirse vulnerable frente a sí mismo. La ansiedad por sentirse frágil es uno de los botones más antiguos que activan el piloto automático.

Y en ti, el hijo, parece que la atención se centra en encontrar la manera de alargarles la vida, pero no de vivirla con ellos mientas se está viviendo.
Les hablas de lo que deben dejar de comer, el ejercicio que no deben de dejar, la consulta médica que está por venir, los hábitos que tienen que cambiar, las pastillas que tienen que adicionar o sustraer.

Les quieres alargar la vida, pero ¿cuánto de esa conversación es únicamente para evitar sentir el miedo que tienes? ¿Cuánto de esa conversación es para que cuando se vayan, puedas decir que al menos tú les dijiste lo que tenían que hacer para evitar que se fueran?

Cuando los mando a terapia y a clase de yoga, tal vez lo que hago es hacerlos responsables de no fallarme con su muerte para que yo no sufra.

Mi papá vomitó por siete días seguidos cuando yo nací. Estaba viendo a la muerte a los ojos, la cargaba en sus manos. Yo también lloraba por eso. Aunque ninguno de los dos lo sabía.

La diferencia de edad entre los padres y los hijos siempre es la misma. El miedo a la despedida siempre está ahí, pero por no querer afrontar el miedo, nos esperamos a los últimos tres segundos de sus cinco minutos de vida para hacerlo. Hay algunos que nunca lo afrontaron, y ahora, 20 años después, les toca a ellos partir y no tienen una memoria de una buena despedida para dársela a sus hijos. Y a sí mismos.

¿Por qué no aprendimos a decir “te quiero” sin que suene a despedida?

¿Y qué tiene de malo que suene a una?

De hecho, llevamos décadas en despedidas. ¿No es esa la fuente del vínculo?

¿No es la despedida la única forma de dar una nueva bienvenida y dejar atrás al piloto automático de siempre?

Mis papás no crecieron con papás que les dijeran “te quiero”. No es que no los quisieran, es que nadie quería hablar de la muerte.

Yo quiero ir a comer con ellos al restaurante de siempre y hablar de eso. Quiero atreverme a decir un obituario mientras mis papás sigan aquí y quiero hacerlo sin el miedo de que eso atraiga la muerte. Más bien, eso atraerá la vida.

¿Por qué seguir posponiendo y dejar de disfrutar la bienvenida que tenemos cada una de esas 360 veces que nos quedan por vernos?

¿Por qué posponer mis mejores palabras para cuando no estén ahí para escucharlas? ¿Por qué ellos están haciendo eso también?

Que duelan mis padres su muerte enfrente de mí. Y que yo pueda doler su muerte enfrente de ellos. Y que mis hijos también estén ahí para hacer lo mismo conmigo y yo con ellos. La edad no importa. La muerte es todos los días.

Y una despedida constante es una bienvenida constante. No hay nada que nos saque tan rápido del automatismo.

La elección es mía si quiero re-educar a mi lengua para que no trabe sus consonantes.

Voy a matar a mis padres en la mesa del restaurante de siempre. Matar los ideales de que mis padres sean diferentes a lo que son. Matar la expectativa de que nuestra relación sea otra cosa que lo que es. Matar la idea de que puedo controlar el sentir al estar cerca de ellos. Y que maten ellos también todo eso sobre mí. Y entonces, a partir de esta matanza, cada una de esas 360 veces regenerará una relación que dure lo que dure, pero que ya no sea un tema de cantidades.

Acabarme el plato completo antes de que termine la hora de la comida.

Matar, en vez de dejarme morir en piloto automático.

*La Venta Nocturna de Liverpool será el 6 de octubre de 2023.

Victor Saadia