Isquiones_

 
 

*Para Jennie y Linda Buzali.

La persona que me enseñó la palabra “isquiones” no fue mi maestra de anatomía, sino mi guía de quinto de primaria. Era guía de todo, español y matemáticas, pero hoy diría que fue mi primera maestra de literatura.

Los isquiones son los huesitos que tenemos dentro de los glúteos” nos explicaba hoy mi maestro de yoga, mientras mi mente decía: “Esto ya lo sabía, me lo enseñó mi guía de la primaria al repetirlo todos los días cuando nos sentábamos en círculo”.

El círculo de un salón Montessori es un lugar mágico, pero mi guía lo usaba para ir más allá de lo que el currículum tradicional le pedía. Mi guía era, es, fanática de las letras. Y tomaba a sus alumnos de 11 años y les leía poemas y les explicaba, más con metáforas que con metodologías, más con ojos grandes de curiosidad que con ganas de convencernos, lo que se siente vivir en el mundo de las letras.

Recuerdo el primer poema que escuché de su boca, lo improvisó en el momento para demostrar qué era una metáfora. Un poco como lo hace Neruda en la emblemática escena en la playa de Il Postino. Era un poema sobre las nubes, y hacía referencia a las nubes que nos “acompañan en los merodeos”. Ella lo olvidó, porque fue un poema que nunca se escribió en papel y se quedó flotando como una nube. Aunque mi mente sí lo escribió en algún lugar de mi corazón y aún lo puedo traer a la vida más de 25 años después.

Mi guía nos leía mitología griega. Nos habló de Orfeo y del Minotauro. De Ícaro y Dédalo, los aventureros que contendieron con el mar y el sol, y de un pequeño bebé Zeus que mordió la teta de su madre y creó la Vía Láctea. ¿Qué hace una guía en una escuela judía hablando de mitologías herejes? Y tal vez más importante: ¿Qué hace una guía enseñando algo que nunca vendrá en ningún examen? Justo eso era lo que mi guía te enseñaba, cosas interesantes que no servían de nada. Como este ensayo que escribo.

Mi guía enseñaba lo que vibraba en su corazón, era apasionada y fuerte. Alguna vez la vi hacer llorar a su co-guía quién apenas entraba a la escuela. Era rebelde y quería que tú lo fueras también. No con armas, no con travesuras, pero si con fortaleza de carácter. Por eso nos dejaba a Dany y a mi pasarnos el día entero entre la granja y el anfiteatro dizque planeando una obra para entender y tratar de explicar la mecánica cuántica a los 12 años.

Su mundo de dioses y diosas, de hombres mitad toro, de superhéroes invencibles, pero con talones de carne y hueso, nos permitía, hoy lo entiendo, comprender la realidad desde un mosaico variado de cosmovisiones inefables y de diferentes estados de ánimo, es decir, de alma. Muchos de nosotros seguimos buscando una narrativa lógica, lineal, comprensible y controlable. Buscamos una narrativa reduccionista donde todo lo queremos confinar a una serie de leyes y principios, normas y manuales, que niegan la multidimensionalidad de las dimensiones de las realidades. Esto era confuso para un niño que se preparaba para el mundo, pero la verdadera confusión se creó cuando más adelante uno cree estar preparado para algo que nadie entiende. Educamos para comprender, pero se nos olvida que no todo es comprensible. Y cometemos el peor pecado de todos: meter al Misterio en cajas.

Esto es lo que te permite la literatura: ser un poco Insider de todas las cosas, sin clavarte en ellas al 100% en una sobre-especialización. Me interesa esa vida: ser parte de todos los mundos sin comprometerme con uno para siempre. Me interesa esa muerte: comprometerme con la vida, pero soltarla porque no es mía.

Mi guía tenía una cara seria, pero no por amargada, sino porque se toma en serio la realidad y, sobre todo, se toma en serio que tú te tomes en serio la realidad. Por eso en su Book Club al que mi esposa sigue yendo 25 años después, tienes que leer el libro completo y pensar antes de hablar.
Mi guía conoce bien a mi esposa, quien pasó por su salón al mismo tiempo que yo, aunque con ella fueron cuatro años y conmigo solo dos. Mi esposa y yo nos hemos enamorado varias veces, la primera a los 5 años cuando compartíamos salón de pre-escolar y la guía de ese entonces le dijo a mi suegra que algún día nos casaríamos. Pero fue en los poemas, en las palabras, en los mundos inventados de ese salón a los 12 años, donde mi atracción por ella cuajó de una manera que solo pude entender varios años después. Como dice Milan Kundera: “el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética”.
A fuerza de usar palabras, esa mujer, entonces niña, inscribió su primera palabra en mi memoria poética, que hoy sale a colación por una palabra anatómica que pronunció mi maestro de yoga.

Ojalá el amor siempre tenga algo infantil sobre la persona amada aun cuando no la hayas conocido desde niños. Ojalá el amor siempre sea el amor de un niño que no se acuerda de que ya es adulto.

Mi intuición ahora trae un momento clave del registro de la palabra poética. Mi guía nos había dejado la tarea de pensar en todos los lugares donde leemos para después compartirlos en el círculo. Todos, por supuesto, dijimos que leíamos en nuestras camas, o en un camastro, o en un sillón. Pero fue Michelle, que no era mi esposa en ese momento, quien dijo que ella leía en la calle, en los anuncios de las marcas, las paradas de autobús, las etiquetas de la ropa, las cajas del cereal. Fue la única que se dio cuenta que nos pasábamos la vida leyendo en todas partes y no solo cuando nos acurrucamos con un libro en manos.
Creo recordar a mi guía levantar sus cejas al escucharla y repetir su punto para que todos lo comprendiéramos. Tal vez esa fue la primera vez que levanté yo mis cejas para ver a mi futura esposa como alguien que tenía insights que nadie más tenía. Quién sabe, pero por algo recuerdo ese momento como si fuera ayer.
Y por ese algo también, hoy trabajo en temas de narrativa. No solo leemos cuando estamos acurrucados con un libro, no solo leemos cuando leemos letras. Levanta la mirada de esta pantalla y aunque no haya letras, estás leyendo. Aunque no tengas pluma o teclado en mano, estás escribiendo.

Mi guía también me enseñó que el mejor amigo es aquel que te permite tener más amigos. En ese momento me pareció una definición un tanto incompleta o tal vez un poco banal, pero hoy creo entender mejor de lo que se trata. La verdadera amistad no espera recibir, ni controlar, ni ser el centro de atención. La verdadera amistad siempre se trata de dar, sobre todo cuando le das lo más preciado que tienes a alguien más.
Cuánta de este tipo de amistad le hace falta al planeta, a las parejas, a los profesores. Mi guía era nuestra amiga porque nos permitía tener otras guías e ideas, y atender otros currículos, pero ella siempre estaría ahí para compartir.

Hoy, 2023, sigo recibiendo en mi WhatsApp entre cuatro y cinco poemas por semana que me manda mi guía. Primero fue en el salón de clases cuando nadie tenía computadoras, después a través del email cuando nadie tenía celulares y hoy a través de WhatsApp. Dime si eso no es devoción.
Nunca ha repetido un poema, siempre manda el poema preciso. O al menos, lo manda sin esperar nada de regreso.
De hecho, por ahí leí un poema que escribió que aún no comprendo y no deja de intrigarme. Nunca le he preguntado al respecto y creo que es mejor así. Del poema no se puede hablar mucho.

Nos contó una anécdota en el círculo, sobre un señor que va por la costa regresando al océano todas las estrellas de mar que se quedaron varadas en la arena. En eso se le acerca otra persona y le pregunta: “¿Para qué haces esto? Mira nada más el tamaño de esta playa, nunca vas a terminar”. El señor de las estrellas toma una en su mano, se la muestra al escéptico y le dice: “¿Ves esta estrella? “Ésta, ya se salvó”. Y la arroja al mar con fuerza y ternura. No solo recuerdo el énfasis que mi guía puso en la palabra “ésta”, sino el ademán de lanzarla al mar con su mano derecha.

¿Cómo puedo acordarme de estas anécdotas tanto tiempo después?
Porque no son anécdotas, sino parte de mi vida. No las recuerdo con la memoria, sino con la persona que soy. Claro que no soy el que arroja estrellas al mar todos los días, pero eso intento. Y más cuando me acuerdo de su ademán. Cuando lo hago con mi mano derecha en este momento.

¿Cómo puedo tener tantos mejores amigos? Porque tal vez, alguien inscribió la definición de mejores amigos justo en la edad cuando uno quiere prometer exclusividad eterna.

Además, me sucedió algo que a pocas personas les toca. Mi guía me dio clases en la primaria y seis años después su hija me dio clases en la prepa.
Su hija también rompía reglas. Durante el recreo, me interceptaba en el pasillo y sin que nadie lo percibiera, juntaba su puño con el mío y me hacía entrega de algo prohibido mientras caminaba. Era un encuentro fugaz donde me entregaba algo enrollado en una pequeña hoja de papel.

Eran frases.

Me daba frases de Paul Auster, Kahlil Gibran y otros escritores. De hecho, la frase de la memoria poética que mencioné de Kundera, me la dio la hija de mi guía en uno de esos encuentros clandestinos, y hoy está guardada junto a otras decenas en algún cajón de mi persona.

Lo que una profesora se atreve a traficarte sobrepasando los alcances del temario aprobado por la SEP o la dirección escolar, es lo que te termina formando.
La hija de mi guía hacía algo que no solo estaba fuera del temario aprobado, sino que cruzaba una línea que no creo que a todas las escuelas les guste. Pasaba por nosotros en su minivan, la misma que usaba para llevar a sus hijos de seis años a sus clases vespertinas, y nos llevaba a mí y unos amigos a comer hamburguesas a la Condesa. De día nos calificaba nuestros exámenes de sociología y mediaba los conflictos entre nosotros y los profesores, y en las tardes nos compraba malteadas para platicar sobre la vida y la muerte.
También fuimos a antros con ella y tomámos vodka tonics y nos reímos con las palabras, de las palabras

Cerca de la graduación de prepa, la hija de mi guía me dio un papelito. Todavía hoy sigo sus instrucciones. No lo recuerdo verbatim pero decía algo así como: “Después de mucho tiempo, uno vuelve a casa, no para recuperar lo perdido, sino para santificar la memoria”.

Santificar la memoria.
Eso hacemos en este momento.

Santifico lo que en su momento fue banal, transitorio, circunstancial, y vuelvo a casa, a ese círculo, ese salón de clases, a ese pasillo y a esa minivan, y santifico lo que fue y es sagrado.

Así que una última anécdota:

A pocos días de graduarnos de la primaria, afuera del salón donde ensayábamos la obra de teatro que íbamos a presentar, y dónde hacíamos las escenografías, había unas botellas de aerosol abandonadas que tomé y, cuando no había nadie, escribí en una de las paredes más visibles del piso de arriba lo que había visto escrito en tantas paredes de mi ciudad: PUTO.

Ese fue el único grafiti que escribí en mi vida, y lo reproduje sin pensarlo y en automático. No como un statement político ni homofóbico, ni como una travesura que me ganaría fama con mis compañeros, sino como acto de curiosidad de un niño que nunca ha escrito algo en aerosol.

Al día siguiente, conmoción general en toda la escuela. Se convocó a todo el cuerpo directivo y docente, y a toda mi generación, y se nos explicó en palabras muy directas que la graduación estaba cancelada para todos si el culpable no se mostraba a la brevedad. En caso de que el culpable saliera, éste sería expulsado y no podría graduarse, pero el resto de la generación sí.
Creo que dieron un día para que el culpable absolviera a los compañeros de un final desastroso para los nueve años que compartieron dentro de esta querida institución.

Cuando terminó la reunión, tomé unos papeles y un lápiz, y me fui con el cómplice del delito que había estado conmigo, pero no había apretado la boquilla de la lata de aluminio, y nos fuimos al último piso de la escuela a escribir la carta de mea culpa. Un escrito de confesión, de toma de responsabilidad, y un poco de explicación al decir que no fue un acto premeditado y de ninguna manera intencionado para generar lo que generó. Un error de esos de los que te das cuenta al haberlo hecho. Para los niños, eso sucede mucho, aunque los adultos creamos lo contrario.
No recuerdo lo que la carta decía, pero sí el arrepentimiento genuino. Sin pedir absolución, terminaba con la palabra “armonía”.

La misiva fue entregada a las autoridades y al día siguiente se nos convocó a todos otra vez que fuera leída en voz alta. Creo que mi guía la leyó, pero no estoy seguro. Lo que importa es que fue una carta tan inusual para alguien de 12 años que no pasó absolutamente nada. Creo que ni mis papás fueron notificados del delito y la graduación se llevó a cabo tal y como se venía planeando. El grafiti se cubrió con pintura y el testimonio solo quedo vagamente flotando como nube en la memoria colectiva de la institución.

Puesto que nosotros no éramos los sospechosos comunes, mi guía luego me preguntó en privado si nos habíamos echado la culpa para salvar a todos, pero no. Hoy estoy seguro de que no me habría podido graduar si ella no me hubiera hecho sentir el poder de las palabras. Saber que las palabras no nos absuelven de los pecados, pero sí los re-significan. Y hasta los peores criminales, los subordinados, los explotadores, los que se han equivocado, tienen derecho a usar su voz. Y con ella pueden convertir algo desastroso en un ademán que devuelve estrellas al mar.

Más que estar agradecido por haberme podido graduar de la escuela que tanto amo, estoy agradecido por tener la certeza de que tal vez no todo es posible, pero lo posible siempre vendrá a nosotros a través de lo que podamos imaginar y sentir y plasmar en palabras.

A menudo las universidades y las empresas piden que haya un mejor currículum y más talleres para que la gente aprenda a escribir. Jennie no me ensenó a escribir, me enseñó a amar las palabras que somos.

Como hoy amo la palabra isquiones.

Victor Saadia