Guarda algo para ti_

“Guarda algo para ti”. Esta fue la última instrucción que recibimos al finalizar el Retiro.   

Se parecía a la instrucción que recibimos cada vez que terminaba una actividad en la que tocamos fibras sensibles: “Salgan en silencio del salón y quédense sin hablar”.

Pero yo quiero hablar. Porque ahora que regresé del Retiro, mi cómodo silencio solitario y mi voz fundamental que escuché en esos días de introspección, se confunden demasiado con las voces del sistema y me cuesta encontrarme.

Quiero hablar para poder volver a callar. Hablar para rescatar con una cuerda ese yo silencioso y seguro que descubrí cuando me eliminaron los estímulos del mundo normal. Quiero hablar, o escribir, para hacerme sentir lo que sé que soy aunque mi cuerpo encafeinado de esta mañana se distrae al contestar correos y progresar su vida y su destino.

La distancia que hay entre cómo me sentía en el Retiro y cómo me siento aquí, es abismal. Esa distancia me duele en el cuerpo. Me intimida la voz. Me hace dudar si aquello fue real, me hace dudar si esta cafeína es real.

Guarda algo para ti”.

Alguna vez pregunté a una joven en mi podcast sobre su espiritualidad. Me dijo: “esa pregunta no puedo contestarla”. No fue grosera, pero a mi aún no me quedaba claro que la espiritualidad es lo más íntimo. Aún lo sigo dudando. Lo sé porque no tuve la fuerza para dejar estas palabras entre mi App de notas y yo mismo.

El Retiro es como una luna de miel con uno mismo: pasa lo que tenga que pasar.
Te aburres, de eso se trata.
Te diviertes, de eso se trata.
Te da ansiedad, de eso se trata.
Te quieres largar, de eso se trata.
Te quieres imaginar cogiendo con todas, de eso se trata.
Quieres respirar a solas, de eso se trata.
Ya no quieres respirar, de eso se trata.
Quieres tomar fotos y recordatorios para después, de eso se trata.
Lo quieres olvidar, de eso se trata.

La gran diferencia con la luna de miel convencional es que, si tienes suerte, en el Retiro, te das cuenta de que este se trata de que pase todo lo que tenga que pasar, mientras que, en la luna de miel, siempre lo comparas con el cómo debería de ser.

Pero ningún recuerdo es totalmente verdadero. Por eso escribo esto.

“Guarda algo para ti”.

¿Y por qué tengo tantas ganas de rememorar y de compartir la intimidad que tuve conmigo mismo en mi luna de miel?

Sí. Porque lo sentí hasta dentro de mi médula. Toqué una verdad que había olvidado. Me tocaron una verdad que mi cuerpo añoraba sin que yo lo supiera. Al tocarme me dieron una certeza que las palabras no pueden dar.

¿Y por qué compartirla?

Cuando los otros compartían, yo lloraba.

Es en silencio, sentado en el piso y escuchando a otros, cuando a uno le llega la certeza de que la sanación siempre es colectiva. La voz ayuda a sanar. Sobre todo, cuando retumba en los oídos de otros seres silenciosos que lloran su pasado.

Mi voz te sana, tu voz me sana. Y aún, decía nuestra guía: “Guarda algo para ti”.

¿Qué pasaría si todas las personas guardaran algo para sí mismas? Ese algo sagrado que habita en su interior y que cuidan más allá del mundo de las apariencias, las máscaras y los dragones de la identidad.

Eso es lo que veo en los iris brillantes de algunas personas con las que me voy topando en el sistema. Comparten todo para fuera, pero cuidan celosamente la miel que habita en ellos. No para no compartirla, porque eso es lo único que hacen, sino porque el brillo de la miel solo se renueva cuando un perro de tres cabezas cuida la piedra filosofal que nadie sabe qué es, pero percibe que habita en sí.

Yo quiero eso, pero no sé si decirlo.
Como cuando me reí de mis propios chistes después de haber llorado y gritado en la meditación somática. Esos chistes que solo me dan risa a mí y que, por alguna razón, si los cuento, me hacen sentir débil.

Pero todo eso que creemos poseer nos posee. Y por eso también escribo. Para dejar de pensar que lo poseo. Para dejar de pensar que lo puedo rescatar con una cuerda. Para aferrarme a mi secreto de que no hay ningún secreto. El perro cuida el vacío, pero es un vacío lleno.

Como cuando me puse a girar sobre el pasto y nadie lo notó. O sí. Pero no giraba para que alguien me encontrara sino para perderme más. Sigo girando.  

El Retiro es la constante sorpresa de saber que existo. Existo en estas lágrimas viejas, en esta risa ancestral, en esta temblorina fisiológica. Ahora escucho la risa de mi hija que llena el vacío.

Cuando iba al baño me quedaba mirándome en el espejo y no me encontraba. Los ojos recibían una lección que les cuesta saber. No todo se puede ver.

Por eso es tan importante usar antifaz en las meditaciones. No solo es para soportar el pudor de saberme ridículo, sino también para poder ver más de cerca la sombra que soy, la sombra que dejo atrás al creerme que soy esa luz que emite la miel.

Y ahora, y entonces, busco la cara que tenía antes de que el mundo existiera. Antes de que mis padres me hicieran, antes del invento del fuego, antes del universo mismo. Busco esa cara de infante cósmico y ahora acepto que nunca habré de reencontrar. Lloro la pérdida de esa existencia inocente, la pérdida de la esperanza que siempre tuve de que al leer el mundo iba a encontrar otra cosa que no fuera engaño.

“Guarda algo para ti”.

Esta dulce voz de acento foráneo resuena en las paredes del cuarto de este perro tricéfalo. Me hace sentir que son mis brazos los que me abrazan. Los que no me dejarán caer. Los que caerán conmigo.

“Guarda algo para ti”. Me sabe dulce y me acaricia esta privacidad que se ríe de su propio chiste cafeinado. Soy el chiste, aunque ya se me olvidó.

Guardo algo para mí y empiezo a girar en este cuarto de paredes, pendientes y significados que el sistema me alimenta cada vez que levanto la mirada de mi mismo.

Evoco en mi piel el recuerdo de la piel de los demás. Puedo sentir su piel sudada y enchinada con la mía.
“Te quiero mucho, hermano”. “Te quiero mucho, hermana”. Las palabras no sobran cuando son la culminación de una certeza que se siente en el cuerpo.

Ahora me acuerdo y me digo: estoy naciendo, estoy viviendo, estoy muriendo. Todo al mismo tiempo.

Y sí. Guardo algo para mí.

 

Victor Saadia