El Alebrije_
“Aza, Aza, somos seis”.
El grito se sofoca entre tantos otros que buscan la atención del cadenero todopoderoso.
En silencio rezas para que el grito de tu amigo sea escuchado y la puerta al cielo, una cadena de metal oxidada, se abra para ti y tus amigos.
Más de una vez me cerraron la cadena en la cintura. Caminaba en fila india, agarrado de las manos de la persona de adelante, y por alguna razón para mi futura educación emocional me cerraban el paso a la mejor noche de mi vida.
Una de esas veces, me encontré solo con Dany e Isaac, y al no contar con la suerte divina, o el talismán del efectivo para que nos abrieran la puerta, nos fuimos al Chicas donde por $200 pesos una mujer te bailaba en la bragueta durante tres canciones.
Aún recuerdo mi primer baile, más bien, recuerdo el Playlist: The Unforgiven de Metallica, Şımarık de Tarkan y Zombie de los Cranberries. Tuve suerte. Dos de estas canciones duran más de cinco minutos. Aunque ahora que lo pienso 25 años después, seguro el DJ las cortaba.
Muchos pensarían que la mejor noche de mi vida podría ser estar sentado en un cómodo sillón y tener a una joven frotando su entrepierna con la mía, pero no. Nada como una noche en El Alebrije de Acapulco a principios de este milenio.
$350 pesos te compraban la entrada y la barra libre: Chichi Resbalosa, Siete Cuadras, Torpedo, Semen de Burro. Parecen nombres de otros table dances, pero no. Eran las bebidas insignia que los niños de camisa blanca y wet look tomábamos como si fuera oro servido en vasos de oro. Aunque para los que teníamos suerte de estar ahí, solo eran aperitivo de los verdaderos drinks que podíamos comprar con el dinero de nuestros papás y pedir dos o tres botellas que te traían a la mesa. Lo más barato y democrático siempre fue el Bacardí Blanco. Nada más fácil que el azúcar y la cafeína de una cuba con hielos. Los que íbamos aprendiendo pedíamos también un Tradicional y los más sofisticados, tal vez imitando a sus papás, pedían un Red o Black Label. Yo nunca tomé Jägermeister. Mis mejores pedas siempre me las daba el Absolut Azul con agua quina.
Por alguna razón la botella siempre tardaba algo de tiempo en llegar. Mientras tanto, con mi primer vaso de Semen de Burro me paraba en las gradas del lugar -porque El Alebrije era un estadio de cinco pisos con vistas a las barras de alcohol en el centro- y con postura erguida cual pez Beta frente a miles otros, ponía una sonrisa sutil pero segura para ver a quién podría llamar la atención. Ensayaba mi perfil y agradecía a la oscuridad por esconder las pústulas rojas de mi cuello, aunque la maldecía al mismo tiempo porque la luz negra hacía brillar aún más los braquets que me había puesto el ortodoncista.
Siempre tuve la duda, la tengo hasta hoy en día, de quién se fijaría en mi. Pero este juego, como muchos de la vida, era un juego de aparentar. Por eso importaba con quién compartías tu mesa, que tan cerca del VIP estaba, y, sobretodo, si tenías la suerte de que a tu mesa también vinieran otras niñas de tu clase o conocidas de alguno de tus amigos a quién se le pegaban por el chupe gratis y para tener dónde dejar sus bolsas. Recordemos que en esa época no había celulares, así que todo lo que pasaba ahí se quedaba ahí. Y también en las memorias difusas de niños como yo que seguimos anhelando una de esas noches perfectas ya con hijos, iPhones quinces y canas en el pelo.
Me gustaba observar el teatro humano, me sigue gustando, pero en el antro, no así en el futbol o en las apuestas financieras, observar por mucho tiempo no sirve de mucho. Tienes que bajar al campo y ponerte a jugar. Por eso necesitas el alcohol, porque ¿quién en su sano juicio, aunque quién tiene sano juicio a esa edad o a cualquier edad, puede acercársele a una mujer a invitarle una copa, o a bailar con ella, con la esperanza de que en algún momento de la madrugada se digne a darte un beso? Con un pico me daba por más que bien servido, me haría sonreír cada vez que lo recordara de allí hasta el siguiente puente, pero con lengua, eso sí eran las puertas del cielo y el cielo mismo.
Aún puedo oler el perfume de esas semidiosas mezclado con el humo que no dejaba de salir de las máquinas de humo y de las máquinas fumadoras adolescentes. El perfume, que parecía emanar de sus escotes mismos, y del sudor que escondían debajo de sus pelos chinos que caían sobre su espalda, sobresalía aún por encima del olor a vómito que permeaba todo el antro. Ahora que lo escribo lo estás recordando: el Alebrije olía a vómito. Desde que entrabas y hasta que salías con la luz del sol. El olor estaba impregnado en las butacas de vinil y en el suelo pegajoso que espero nunca hayas tenido que tocar con la cara, después de caerte de borracho o por una pelea.
Pero aún hoy lo repetiría. Nada como el aroma del Herbal Essences de la chava que estaba frente a ti en la cola del baño. Realmente no te importaba esperar en la fila india que se alargaba desde que bajabas de tu mesa y emprendías el viaje hasta los urinales. Ibas siguiendo el perfume de alguien, acercando tu cadera a la parte trasera de la suya, y entre las luces mareadoras del ambiente , las copas encima, la falta de oxígeno, tus hormonas rampantes y tu curiosidad por explorar todo lo que el Señor ha puesto para ti en esta tierra, era un camino de arcoíris hasta el cielo.
Aunque llegaras a orinar al lugar que olía como el metro de París: el Sanirent más grande del mundo.
El baño era también una bella y memorable experiencia que se repetía varias veces cada noche. Te encontrabas con extraños conocidos y entre albur y albur les declarabas amor infinito y fidelidad eterna. Yo veía a los hombres que se pasaban horas reacomodando su peinado y abotonando sus camisas como súper héroes. Cagados, inteligentes, en pleno control de su cuerpo y de su humor. Nadie se daba cuenta de que habíamos perdido el equilibrio.
¡Qué ligereza de vida! Tal como el estado descrito por los psicólogos contemporáneos: pasábamos varias horas en estado de FLOW. Y en camino de regreso a la mesa, me quedaba con un poco de ese MOJO -esa palabra se usaba en ese tiempo-, para que, al cruzarme con otros amigos desconocidos, pudiera abrazarlos con magnanimidad. Como un Luis Miguel que abraza a otro Luis Miguel. Porque eso siempre me sucedía. Las dos primeras horas era yo más tímido y reflexivo, pero luego, después de la tercera ida al baño, entraba al Flow de la elocuencia de la gramática antrera. Y aunque las niñas seguían sin buscarme, yo ya era el rey de la noche.
Por suerte siempre me gustó bailar. Y eso sí les gustaba a las niñas. Para las cuatro de la mañana yo ya era el Baryshnikov de la barra del centro del estadio. Con una o dos amigas, nos quedábamos hasta el amanecer bailando sobre la barra, cantando con todas nuestras fuerzas las canciones de desamor de Timbiriche, la Música Ligera, los tambores de The Bongo Song, y declarando tu amor al amor con Cielo, A Fuego Lento y Like a Prayer. Todos sabemos lo que se siente ser Bon Jovi y cantarles a 100,000 espectadores.
En eso, siempre en algún momento de la mejor noche de tu vida, se abría la cortina de humo y en la barra de enfrente encontrabas a tu musa, tu diosa, tu Venus de Milo, sin saber quién era Venus y dónde era Milo.
Toda la noche ella había estado ahí: detrás de tus pensamientos, ebullendo en tu sistema nervioso sin poderle poner cara y nombre. Y ahí, a unos escasos 20 metros, dejabas de bailar por estar petrificado al imaginarte poder tocar esas piernas que caían como alas por debajo de su falda. La música y el tiempo se detenían, y ahí estabas tú, presenciando la cara de dios y la promesa de que esta vida es hermosa y tú mereces participar en ella.
Sobra decir que, aunque fuera el Isaac Hernández de esa noche, nunca me acerqué a mis musas. Solo una vez en el Bandasha me acerqué a una y le dije: “Nunca he visto algo más hermoso que tú”. “No quiero nada, solo quería decírtelo”. La chava, la musa, la hija de dios que me sacaba por lo menos cinco años, me preguntó mi nombre, me sacó plática, y yo, 23 años después, sigo saboreando el sentirme merecedor de atención divina.
Algunos meses o años después me la topé camino al baño en algún otro antro y se acordó de mi.
¿Dime si eso no te hace sentir seguro en tu cuerpo y en tu vida?
Donde quiera que estés: Gracias.
Jacobo y yo teníamos la costumbre de salirnos a media noche del Alebrije -ya cuando no teníamos miedo de que al regresar nos fueran a cerrar el acceso o en ese caso, nos pudiéramos ir con alguno de sus primos más grandes al Baby- y caminábamos al Wal Mart a comprar leches de chocolate y a jugar en los pasillos. Qué belleza estar intoxicado y poder jugar con los juguetes que había ahí. Cada chiste una revelación, cada lanzamiento de pelota en el pasillo 15, una profunda realización de que el mundo lo han puesto para ti.
En ese umbral entre niños y adultos, el alcohol te regalaba por unas horas lo que estabas a punto de perder. Uno pensaba que los grandes, los adultos, los señores, los que ya no tenían que rogarle al cadenero, lo tenían todo, pero no. Cuando llegamos a tener bigote y tarjetas de crédito, nos damos cuenta de la verdadera verdad: todos queremos volver a ser niños y cada vez nos cuesta más y más trabajo. Tal vez por eso escribo estas memorias difusas de humo y perfume.
Los meseros del antro, de otra clase económica y social, nos servían y limpiaban el vómito. Y creo que, como antropólogos sociales que ellos eran, porque no perdían su sano juicio por tener que trabajar, podían predecir, con tan solo pasar un par de horas con sus clientes, cómo serían estos niños en cuanto grandes. Los borrachos que así se quedarían por siempre, los peleoneros que también, los casanovas que agarraban a la que querían y la soltaban con el siguiente objeto brillante que aparecía en su camino al baño. Los que decían gracias a los meseros, o a dios, y sabían que tenían que limitar sus copas y sus modales, o replegarse, más por ingenuidad que por decisión, de los submundos de drogas, prostitución y otras cosas que pululan en esos espacios. Los que se escapaban antes de pagar la cuenta, los que realmente nunca les gustó el antro. ¿Cuántos de nosotros seguimos siendo iguales a la personalidad que salía en esas horas de flow en las noches más perfectas de nuestras vidas?
Al terminar la noche en el antro, la dicha se prolongaba con el alba al caminar de regreso al condominio de los papás de tu amigo. Más de una vez bajé a la playa con una amiga -porque nunca saqué ni media novia- y con el suave sudor y la certeza de todo lo vivido, nos poníamos a filosofar sobre la vida, sobre el éxtasis que sentíamos en el cuerpo aunque no teníamos mucho vocabulario para poder nombrarlo. Entre risas y rezos, había deseo y paz, soltura de cuerpo, soltura de energía sexual, soltura de ansiedad por el futuro. En esa diurna claridad, todo era posible.
Con el sonido del mar me sabía un demiurgo. Un dios para el cual habían construido la bahía entera y podía decidir dónde poner cada pieza de mi tablero.
No creo que Azael, ni Piña ni César ni Calderón, supieran que ellos eran guardianes de uno de los Ritos de Paso más importantes de la vida de los niños ricos de la sociedad chilanga. No creo que, con su cadena, aunque sí se creían San Pedro mismo, entendieran realmente que estas sí eran las puertas del cielo. Y que para los que fuimos al cielo y regresamos al mundo de los mortales, el cielo significaba poderse sentir amado, atendido, curioso, seguro, emocionado por el presente y abierto a lo que pudiera suceder en camino a los baños del futuro.
El Rito de Paso es esa huella emocional tan profunda y necesaria para el desarrollo de cualquier humano. Una huella de apertura hacia nuevas identidades enraizada en seguridad y amor propio, en resonancia con los demás seres que te encuentras peinándose frente al espejo.
Los que filosofamos en la arena, y agradecemos esas memorias tatuadas en nuestros huesos, tenemos suerte cuando nos acordamos de que la magia que somos se encuentra más fácil por la cercanía con el mar, el viaje interior, las amistades y las conversaciones, y no por tener acceso a una cueva oscura que te cobra $350 pesos para dejarte entrar al paraíso. Y al infierno.